jueves, 25 de agosto de 2016

Aquellos estos árboles, 36




"Desesperando del amor y de la castidad, caí por fin en la cuenta 
de que me quedaba el libertinaje, que suple muy bien al amor, acalla las risas, 
restablece el silencio y, sobre todo, confiere la inmortalidad".

Albert Camus, La caída


Y este gusto o, si se quiere, esa disposición a ojear las esquelas necrológicas de los periódicos, prospectando si ha caído algún enemigo, o simplemente la satisfacción morbosa de saber que el muerto era más joven y que no hizo los suficientes méritos para aguantar en esta vida, o la sorpresa de que alguien que habías tratado alguna vez o con frecuencia desaparece de pronto sin que nadie supiera si estaba mal, porque acaso no lo estaba, o lo estaba en secreto, porque muchos de los que fallecen y se dice que debido a causas naturales, o más vulgarmente que lo hace de repente, en realidad alguna larva patógena tendría dentro de su cuerpo o, como dice Max, algo se estaría cociendo en el peor sentido, tal vez durante años, eso sí, precipitándose en una vorágine que unas veces los más próximos detectan si adelgaza en exceso o si el color de la piel adquiere otros cromatismos siniestros o si el cansancio venía acuciando al anónimo paciente, y todos le decían es porque no paras, o es porque te preocupas demasiado de las cosas, y los síntomas del hombre, que solo él sabía traducir, sólo él sospechaba, por más que tratara de sugestionarse de que no, de que solo se traba de una racha mala más, y había tenido tantas, y además cómo iba a pregonar que no se sentía bien si a nadie de los que le rodeaban les hacía pizca de gracia que estuviera maltrecho, si iba a dar guerra si lo estaba, si todo iban a ser molestias, si el trajín de los médicos, y nada de pensar que de pronto la familia entera iba a quedarse sin el sueldo del padre de familia o sin la pensión tan decisiva para la economía del clan, así que el enfermo secreto siempre piensa no me pasa nada, aunque sé que me está pasando, aunque no puedo evitar sentir que este aire que no me oxigena o esta molestia que me perturba o este alimento que no me cae, eso suele decirse a sí mismo el individuo que empieza a caminar por una línea oscura, y siente que no le apetece tener ilusiones, y empieza a considerar la historia de su vida como una anécdota con mayor o menor fortuna, pero para llegar a esto, eso piensa, y es por todo ello por lo que uno se siente atraído por los obituarios cotidianos de los periódicos, donde la muerte es una tipografía, un nombre, un ritual y un olor a tinta, y uno piensa entonces si debe tener respeto a la muerte, porque la muerte no se hace respetar, la muerte es inútil para el que deja de vivir, pero es sumamente útil para el resto de los vivientes, se hace hueco, se ajustan las estadísticas, se rebaja el coste de la atención socio sanitaria, puede que el muerto que está a punto piense vaya bluf ha sido todo, y cómo se van a beneficiar otros, y ahí le doy la razón, los más sabios de aquellos que están a punto de irse reflexionan en secreto y se despreocupan de todo, ningún recuerdo les conmueve si se da el caso del óbito en el anciano que ya habitaba la vida por inercia, y no es verdad lo que dicen algunos que la antesala del morir sea como una secretaría donde se redactan memorias, se hace balance, se añoran los placeres y se ridiculizan los desencuentros, toda esa tarea viene de más atrás, de noches como esta en que te parece que no te duele nada, que respiras bien, que no te acucian ni las antiguas vanidades ni los despropósitos ni los ardores de la carne, como mucho lo que hay son preguntas y ciertas respuestas a medias, con un no sé si fui o no sé si hice, aun sabiendo que fuiste y que hiciste rebajas el acto a potencia, intentando volver a ser un libertino de papel, o prosiguiendo la línea particular de libertinaje que te caracteriza, motivado casi siempre por el descreimiento o por no haber alcanzado la cumbre de ninguna propuesta, pues bien sabes que no había nada que alcanzar, y haces del libertinaje de la edad avanzada simplemente un pulso y una burla a los preceptos de la vida organizada y a los riesgos de la desaparición física, sobre la cual no quisieras ver jamás, y no te preocupes que no lo verás, tu nombre impreso ni con olor a tinta ni mucho menos con los estúpidos rituales que la antropología social se empeña en perpetuar.

  

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