sábado, 19 de febrero de 2011

Mi ojo / 29


Lleva bastante rato delante de casa con todos los tatuajes al aire. Le hemos sacado té pero dice que debe seguir todavía en meditación. Es el cumpleaños de mamá y en la escuela me han dado permiso para venir a comer con ella. El danzarín está invitado pero ha dicho que también él quiere obsequiarnos. Mientras, he ayudado a preparar la mesa. El sol del mediodía es bastante cálido y se concentra sobre el cuerpo del danzarín. Me he dado cuenta de que me gusta observarle. No es robusto ni alto, sino más bien magro, pero sus proporciones y su expresividad le dotan de una agilidad sorprendente. Con el efecto del sol suda y da la impresión de que sus personajes tatuados se pusieran en acción. Hay algo en él que me sobrecoge. No se lo he dicho a nadie, pero demasiadas veces sobre el pupitre me acuerdo de él y me despisto. Hay algo más en él que me hace enmudecer.

Se ha levantado y ha venido hasta el umbral. Le ha dicho a mamá que le dejara lo que le había pedido antes. Yo no sabía nada. Ella le ha prestado un antiguo kimono, unos geta, unas cintas y otros abalorios que ya ni recuerdo si se los he visto puesto. Luego se ha apartado y le hemos perdido de vista. Cuando ha regresado se ha ocultado tras los nogales. Desde allí nos ha pedido a voces que saliéramos y que nos sentáramos en el suelo. Lamento no disponer del acompañamiento de un shamisen o de un ehru, pero haré lo posible porque mi voz no os suene ni muy brusca ni muy desafinada, nos ha aclarado. Mamá y yo estábamos tan nerviosas que hemos permanecido expectantes.

Entonces alguien, revestido y adornado como para una ceremonia, ha salido tras los árboles y se ha puesto a contar una historia en la que interpretaba varios personajes. A mamá y a mi nos costaba adivinar que se trataba del danzarín. Era tal la personalidad que aquella figura de teatro desplegaba ante nosotras que nos hemos olvidado completamente de nuestro amigo. Llevaba el rostro maquillado, acusando sus facciones exageradamente, y el pelo tan pronto se lo recogía en un moño como se lo dejaba suelto como si se tratase de la bruja Yama-uba. Los movimientos de cambio de personajes eran rápidos, pero a continuación paraba, detenía el cuerpo, lo erguía y empezaba a hablar despacio con una voz diferente a la anterior. Y así, en aquella historia que entendí a medias, iban apareciendo sucesivamente un rico usurero, la mujer y la amante de éste, un campesino, un maestro, un borracho, una actriz de teatro ordinaria y la autoridad corrupta del pueblo. Mamá y yo estábamos de una pieza, pero disfrutando. El actor del kabuki iba deshaciéndose en su agitación, se le veía consumir su energía y quedándose ronco por los altibajos y cambios de voz. Daba la impresión de que en cualquier momento iba a caer exhausto.

Cuando el actor de kabuki dijo riendo las palabras finales vosotros, vosotros, vosotros, no me reconoceréis, porque no he venido solo a contentaros sino a llevaros a la senda del mundo donde yo vivo, que es mejor que éste en el que padecéis, sentí una alegría que me daba aire, pero a la vez una tristeza que me ahogaba. Miré a mamá, que tampoco sabía si llorar o reír.

No sé qué le estaba pasando al actor. Vino hasta nosotras, nos cogió abrazándonos a cada una por un lado y nos empujó hacia el interior de la casa. Sake para todos, tabernera, gritó como si la representación continuase.

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