domingo, 13 de febrero de 2011

Mi ojo / 23




El descanso semanal no nos vuelve dormilones. Era temprano cuando ha empezado a sonar una shakuhachi fuera de casa. Mamá y yo nos hemos mirado sorprendidas. Nos parecía que tenía algo de homenaje y hemos salido excitadas a ver. El danzarín estaba allí fuera en postura de loto, todo concentrado. No se ha apartado ni un instante de su melodía. Nos hemos sentado a la puerta de la casa, a pesar del relente.

No sé qué tiene esa flauta dulce que desata unos sonidos que te llevan y te traen, pero de manera muy flotante. Dicen los que saben que procede de antiguos maestros de la meditación. Y que si sigues su ritmo te embarcas en una navegación por tu interior que te aporta por una parte calma y por otra conocimiento de ti mismo. Mientras la hace sonar no le quito ojo al danzarín. Pero él permanece con los ojos entornados, casi cerrados. Mamá ha contraído también sus párpados y se ha abandonado a un despliegue de acordes cautivadores.

Yo no siento esta música tanto como ellos, debe ser cosa de los tiempos modernos que nos vuelven más despegados. Pero procuro mantenerme respetuosa. El danzarín lleva echado una especie de sobretodo que le protege del rocío de la mañana. Me recuerda una vieja y bella estampa que guardaba uno de mis abuelos en la ciudad. Se mantiene recto y casi parece que la flauta formara parte de su cuerpo. Pero a veces, al dejarse llevar por un soplido más fuerte alza los brazos al unísono. Sí, decididamente tiene tatuajes con máscaras del teatro antiguo. No en un brazo como yo creía, sino en los dos.

Me he quedado boquiabierta. Este hombre me parece una revelación. Es probable que el destino nos compense así de los designios fatales de la guerra.




(Ukiyo-e de Ichiyusai Kuniyoshi)

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