miércoles, 2 de febrero de 2011
Mi ojo / 12
No ha habido hoy clase. Sí concentración y ceremonia. Gran fiesta patriótica. Larga vida al Emperador y todo eso. Uniformes impecables, cánticos, un pequeño desfile, no somos muchos escolares. Luego, todos a casa. Hemos lanzado los ramos de crisantemos a lo alto. Risas y carreras. Me he entretenido jugando por el camino con Eisuke y Shinju. La buena de Umiko, que desde que perdió al hijo está más generosa con todos los chicos, nos ha regalado cerezas.
Cuando he llegado, mamá no estaba. Ya me había dicho que iría a llevar comida al monje ermitaño. Lo hace una vez a la semana. En el fondo, llevarle comida es la excusa. Yo le digo a mamá que si ese hombre santo se ha apartado de todo, del mundo, de la regla de su monasterio, no es para molestarle. El monje hace excepciones, dice mamá. Es extraño este monje. Nadie sabe en qué ciudad profesó. Al poco de comenzar la guerra apareció por aquí y levantó un pequeño refugio entre las rocas y el río. Se comporta como si fuera el fundador y habitante único de un monasterio. Hace su vida.
Mamá no es casi nada religiosa, aunque disimula. El culto a los antepasados debe llevarse en la gratitud y en la memoria, dice mamá. Considera que la condición de un ermitaño vale más que las creencias en los dioses. Ella dice que lo que busca en él es al hombre que sabe y que aporta quietud al espíritu. Por otra parte, no tengo una idea clara de lo que hablan entre ellos. Ni de qué manera apacigua el alma. Mamá apenas me cuenta. Pero siempre regresa contenta.
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