Te has quedado traspuesta, sin retorno. Tu conciencia, huérfana. Tu cuerpo, ausente. Los dedos exploran sin fuerza la almohada de cuadros. ¿O señalan el camino de vuelta al paraíso? La sonrisa deambula entre tus facciones. Las cejas se dispersan, la mirada se concentra en el vacío. El carmín, titilando en la curva de tus labios, se pronuncia como un arco de deseo al disparar la última flecha. La cabeza se expande y remonta la horizontalidad de tu cuerpo. Los músculos se relajan tras la tensión del combate. Como la mirada, como el cabello descuidadamente aplastado. No hay ya trazos rígidos en tu rostro. La luz sale de ti. Eres toda luz. Y los rasgos de tu cara se van difuminando. Un pulso que se insinúa acaba fusionándolas y se disuelven a través de territorios sobre los que no preveías su transparencia. ¿Cuándo fue la última vez que te perdiste de esta manera? A tus oídos llega la recitación de unos mantras incesantes, emitidos tenuemente. Te han acompañado desde la madrugada, horas demoradas, horas agitadas, pero hasta este momento no los habías percibido. Dejas caer el otro brazo sobre el tatami, lo acaricias, se deja arañar por tus uñas, salpicadas aún por una raya de sangre. El tatami ahoga también unos pasos que se han separado de tu cuerpo. Tatami cómplice, tatami que amortigua susurros, tatami que absorbe confidencias. Respiras un olor áspero, flotante. A lo largo de tu cuerpo se desliza abundante el sudor, cálido aún. Hay brillos que saltan desde esa piel blanquecina, acusadamente pálida en la oscuridad quebrada por la luna, y se esparcen por la estancia. Brillos que siguen tras una sombra que se aleja. Una sombra que no mira para atrás y que atraviesa el perfil del alba. Pasos silenciosos, educados en una antigua prudencia observante. Pisadas ligeras, acostumbradas a los actos livianos. Una oleada de aire nuevo ocupa el hueco recién abandonado. Te eclipsas en la última convulsión. Permaneces absorta en el cielo raso de la habitación, pero no lo ves. No acaba de llegar el amanecer. Sólo se acercan a ti los cantos de los monjes que madrugan para observar sus disciplinas. Los muros del recinto vecino se hacen visibles en la noche aguda. Sientes una especie de consagración en tu fuga a través de aquel acompañamiento de estribillos perpetuos. Como un punto intermedio entre lo pagano y lo sacro, te concedes ofrenda y te impones sacerdotisa. La puerta corredera se ha quedado algo abierta. El himno de los grillos pierde fuerza. Te distiendes estremecida, una vez más. Olvidas el día pero eres aún cautiva de la noche.
Vital prosa poética, amigo. Creo que Madrid te inspira, es como una puta a la que siempre hemos de recurrir.
ResponderEliminarFantásticas noches
Pues sospecho que Madrid no me inspira en absoluto, porque lo conozco escasamente. Otras cosa es El Prado, lugar de pereginación elegido y voluntario, vigorosamente emocionante y emotivo, cuando me he llegado hasta la villa y corte. Pero El Prado no es Madrid, es el mundo, el universo y el paraíso.
ResponderEliminarPues entonces serán tus paseos por El Prado los que le dan a tus textos todavía más luz poética de lo habitual. Últimamente me estremecen mucho.
ResponderEliminarAbrazos