¿Dónde la bondad? Un fantasma que apenas sabemos ya de su curso. Una imagen casi olvidada. Un concepto que se ignora cada vez más. Un término que pocos reconocen. La bondad, esa gran ausente, en público y en privado.
El ejemplo. Voy a cruzar un paso cebra. Al otro lado una joven ciega con su bastoncillo espera una señal antes de decidirse a cruzar. Un taxi que viene sin ánimo de detenerse. No puedo evitar saltar al paso y detener en seco al taxi. Para in extremis (podía haberme atropellado) y su conductor, joven y aguerrido, pone una cara de fastidio que aterra. Alcanzo la otra acera, cojo del brazo a la chica y cruzamos. El taxista continúa con cara de molestarse. Al llegar al otro lado y separarme de la chica el profesional arranca y le oigo decir alguna expresión que me suena a improperio. Suerte que no llegué a escuchar bien lo que mascullaba sin pudor. Me hubiera incendiado.
Ésta es una anécdota simple. Sigo meditando sobre la carencia de bondad en las relaciones habituales. En la representación de compromiso de los humanos hay mucha apariencia y demasiada falsa bondad. Hay zalamería, compadreo, untuosidad, vano halago. Se trata de demostrar al otro un talante ficticio, una máscara, un remedo de la personalidad. Pero si la bondad sigue siendo una virtud no veo qué necesidad tiene de ser exhibida como un capotazo.
La bondad se practica poco. Su inoperancia se justifica con la excusa del estrés de vida, de las presiones a que estamos sometidos, de la competitividad como regla del juego. Todos nos sentimos agredidos por algo y por alguien, y no sabemos sino reaccionar con acritud, ya no con desinterés o despego, sino a la contra. Cultivamos la insensibilidad y la falta de delicadeza. ¿Qué fruto recogeremos, por lo tanto?
Hemos olvidado que la bondad es la virtud de dar algo a cambio de nada. De entregarnos sin que esperemos contrapartida. De facilitar la aproximación en lugar de la distancia. No es como el amor, que siempre exige a cambio. La bondad no conlleva la exigencia de una reciprocidad. Acaso por esa razón resulta una actitud ética menos reconocida. La bondad no es un alarde, es una expresión sincera y consecuente. Es un mensaje directo que llega del sujeto que la emite al sujeto a la que va destinada. No es exclusivista ni singular ni limitada. Quien la practica no hace distingos. Sin embargo, es su falta de ejercicio lo que provoca que se desvanezca en nuestras conductas. Lo que priva de una amalgama solidaria y positiva en las relaciones con los demás.
Se adivina con facilidad quién ejercita la bondad y quién sólo se muestra afable para satisfacción de su ego. El primero no teme errar en criterios o en abstención de opiniones. No le impulsa tanto la verdad como la intención. No busca tanto el reconocimiento como la necesidad de comunicar y establecer vínculos tolerantes con los otros. Partiendo de que el altruismo en sentido absoluto no existe ni se trata de ejercitar heroicidad alguna, la bondad es una clave discreta, humilde, pero con un efecto multiplicador al manifestarse. Quien practica la bondad desarma a las fieras, oxigena los ámbitos y devuelve la fe de unos hombres en otros.
En la novela Tworki (El manicomio) de Marek Bienczyk, Jurek el protagonista le dice a una compañera:
¿No te has planteado nunca qué poco sitio hay para la bondad en este mundo? Qué fenómeno tan raro es para la gente la persona. Una persona que tenga alma. Y el alma es cabeza y corazón. Sobre todo, Sonia, corazón. El corazón.
El ejemplo. Voy a cruzar un paso cebra. Al otro lado una joven ciega con su bastoncillo espera una señal antes de decidirse a cruzar. Un taxi que viene sin ánimo de detenerse. No puedo evitar saltar al paso y detener en seco al taxi. Para in extremis (podía haberme atropellado) y su conductor, joven y aguerrido, pone una cara de fastidio que aterra. Alcanzo la otra acera, cojo del brazo a la chica y cruzamos. El taxista continúa con cara de molestarse. Al llegar al otro lado y separarme de la chica el profesional arranca y le oigo decir alguna expresión que me suena a improperio. Suerte que no llegué a escuchar bien lo que mascullaba sin pudor. Me hubiera incendiado.
Ésta es una anécdota simple. Sigo meditando sobre la carencia de bondad en las relaciones habituales. En la representación de compromiso de los humanos hay mucha apariencia y demasiada falsa bondad. Hay zalamería, compadreo, untuosidad, vano halago. Se trata de demostrar al otro un talante ficticio, una máscara, un remedo de la personalidad. Pero si la bondad sigue siendo una virtud no veo qué necesidad tiene de ser exhibida como un capotazo.
La bondad se practica poco. Su inoperancia se justifica con la excusa del estrés de vida, de las presiones a que estamos sometidos, de la competitividad como regla del juego. Todos nos sentimos agredidos por algo y por alguien, y no sabemos sino reaccionar con acritud, ya no con desinterés o despego, sino a la contra. Cultivamos la insensibilidad y la falta de delicadeza. ¿Qué fruto recogeremos, por lo tanto?
Hemos olvidado que la bondad es la virtud de dar algo a cambio de nada. De entregarnos sin que esperemos contrapartida. De facilitar la aproximación en lugar de la distancia. No es como el amor, que siempre exige a cambio. La bondad no conlleva la exigencia de una reciprocidad. Acaso por esa razón resulta una actitud ética menos reconocida. La bondad no es un alarde, es una expresión sincera y consecuente. Es un mensaje directo que llega del sujeto que la emite al sujeto a la que va destinada. No es exclusivista ni singular ni limitada. Quien la practica no hace distingos. Sin embargo, es su falta de ejercicio lo que provoca que se desvanezca en nuestras conductas. Lo que priva de una amalgama solidaria y positiva en las relaciones con los demás.
Se adivina con facilidad quién ejercita la bondad y quién sólo se muestra afable para satisfacción de su ego. El primero no teme errar en criterios o en abstención de opiniones. No le impulsa tanto la verdad como la intención. No busca tanto el reconocimiento como la necesidad de comunicar y establecer vínculos tolerantes con los otros. Partiendo de que el altruismo en sentido absoluto no existe ni se trata de ejercitar heroicidad alguna, la bondad es una clave discreta, humilde, pero con un efecto multiplicador al manifestarse. Quien practica la bondad desarma a las fieras, oxigena los ámbitos y devuelve la fe de unos hombres en otros.
En la novela Tworki (El manicomio) de Marek Bienczyk, Jurek el protagonista le dice a una compañera:
¿No te has planteado nunca qué poco sitio hay para la bondad en este mundo? Qué fenómeno tan raro es para la gente la persona. Una persona que tenga alma. Y el alma es cabeza y corazón. Sobre todo, Sonia, corazón. El corazón.
(Imagen de Max Ernst, Una semana de bondad o los siete pecados capitales)