El ser llegó a uno de esos momentos en que todo era posible. Un despertar o un acostarse. Una danza o una paralización. Un repliegue o una huída. Una resistencia o un desgarro. Un atrapamiento o un abandono. Una carrera o una caída. Una acogida o un enfrentamiento. Una proyección o un límite. Una gravedad o una ligereza. Una decisión o una duda. Un crecimiento o un retroceso. Una improvisación o un plan. Un recibimiento o una despedida. Un grito o un ahogo. Una contracción o un despliegue. Un tiempo o un espacio. Un perfil o una mancha. Una carne o un dibujo. El ser se sabe posible pero se queda en probable. Si se abre busca la grey. Si se cierra cae en sí mismo. Pero al buscar a la tribu y arroparse en ella deja de estar en sí. Pero al estar dentro de su profundidad no se aísla de los personajes que habitan el exterior. El ser ni es una cueva ni es un ágora. Ni es el altar del lar ni el templo suntuoso. Ni es el barro ni es el titanio. Ni es la nada ni es el ente. Es el movimiento. Un junco, un chopo, una espiga. A veces quiere convertirse en el viento. Lo imita, juega con él, sopla hasta agotarse. A veces pretende convertirse en el fuego. Frota, prende, expande. A veces desea revelarse en agua. Llora, llora abundantemente. A veces trata de ser raíz. Se hunde sobre sí, palpa cuanto hay debajo de él. Y casi siempre el ser se queda sólo en la palabra. Que es decir en el pensamiento recóndito. Y él entonces cree, necesita creer, que en la palabra se abarcan todos los elementos. Que se sujeta toda la vida. El ser llegó a uno de esos instantes en que no es ni fugacidad ni permanencia. Pero en ello está.
Los opuestos se solucionan en el movimiento, como bien dices. El movimiento libera esa tensión, o mejor las libera todas. Un abrazo.
ResponderEliminarTal vez sea la explicción de (casi) todo, Ramón.
ResponderEliminarAbrazos.