Nadie manifiesta disconformidad con las órdenes del mando. Todos han callado y el mando ha quedado sacralizado para siempre. Ha bastado una simple concesión de la masa y un solo jinete se arroga la ascendencia sobre la tribu. Si ese jinete cae, otro le sustituirá. Incluso si desaparecieran todos los que montan al animal, alguno más hábil de entre los guerreros de a pie echaría mano de unas riendas vacías y se alzaría sobre la grupa. Cada vez que un accidente o un enfrentamiento descabezan a los líderes se produce un relevo. El destino se manifiesta como una unción para dirigir a los súbditos. La fe en lo que no se palpa es quebradiza. Todos dudan. Y entonces no siempre la tropa puede ser contenida. No siempre aplacada. No siempre sometida. La marcha es dura y el esfuerzo no garantiza una recompensa. Los caballeros se tensan. Encogen el ceño. Se disponen a afrontar a un enemigo dual. Temen lo que desconocen de fuera y se espantan ante lo que aún ignoran en sus propias filas.
Los soldados deben declararse huérfanos, Fackel. No más padres, aún simbólicos.
ResponderEliminarUn abrazo fuerte.
Desde luego que sí. Pero no sería la historia de la humanidad. De todos modos, me temo que la orfandad lleva a constituirse en padres o en jefes, simbólicos o no, para arrostrar esa misma condición de orfandad. Tremendo, ¿no?
ResponderEliminarUn beso.