A veces las lagartijas confiadas se suben a las barbas. Efectos del sol calentando los rincones fríos del hombre. Entonces pones la mano, no te mueves, contienes la respiración y te recorren como si fueras parte del pedregal al que están acostumbradas. Sin embargo, las lagartijas son muy sabias. Detectan la temperatura basal del cuerpo humano. Esto las sumerge en una tensión equívoca. Agradecen el calor de la materia que recorren pero desconfían del paisaje. Permaneces fiel a sus movimientos. No quieres desproveerlas de sus necesidades. Tampoco te confundes, tú eres un cuerpo y ellas son otro. Tan diferentes. Las lagartijas lo tienen claro. Entonces, ¿por qué se fían de manera extraordinaria? Porque las mimas. Te dejas hacer para que su desplazamiento ágil te agite. Para que su lengua te trasmita otras humedades. Para que su tacto cosquillee tu piel y te arroje de la insensibilidad latente en la que últimamente adormeces.
Hoy, como es sábado, toca ser lagartija...agradecer el calor pero desconfiar del paisaje.
ResponderEliminarGracias por el consejo, aunque no fuera tu intención!
Los animalejos tienen algo de mágico que te retrotrae a la infancia.
ResponderEliminarSeguimos en la misma onda.
Por cierto creo que la imagen es de una salamanquesa con brillos sospechosamente metálicos.
Rat, que tu recorrido sabatino te haga buscar el sol y también las rendijas donde ocultarte si el paisaje no te gusta.
ResponderEliminarTotus saurius.
Eso es, Aragoníaco. Y ese retorno a la infancia supone un reencuentro con las especies de las que posteriormente nos hemos ido separando por razones de nuestra cultura desmesuradamente urbana y ajena.
ResponderEliminarMás bien un lagarto de Formentera, diría yo, los hay a patadas. De los brillos metálicos no te hablo.