domingo, 12 de abril de 2009
Inquieta (Traslado, VIII)
Esta noche me he despertado inquieta. A veces me siento atosigada por Karl. No es que no me guste echarle una mano cuando lo necesita, pero tiene que salir de mi, tengo que estar convencida. No siempre me gusta leer para él, y menos esos textos crípticos, con oscuros significados que no me entusiasman, y que no obstante, me exige que los lea con fuerza y sentimiento. Yo le observo, sé siempre en qué momento se agudiza su crisis. Entonces actúo. Me gusta controlar la situación. Cuando él me pide con insistencia algo me siento extorsionada emocionalmente. No me gusta. Entonces me apetecería estar a distancia, no darme por enterada. Al recluirse en la finca de la manera tan tajante como lo ha hecho, Karl ha tensado nuestra relación. Ambos lo sabemos. No he querido dejarme intimidar por ello. Trato de relajar esta fricción que parece anodina pero que se me hace difícil de soportar. No digo que no esté dispuesta a hacerle más grato ese curso casi enfermizo de sus días, pero ambos sabemos que encerrarse no es la solución. Además yo estoy provisionalmente aquí. Y ahora que el embargo parece que se va a llevar a efecto con todas las consecuencias, estoy haciendo todo lo que está en mi mano por suavizar las circunstancias del desalojo. Incluso las gestiones para encontrar otra casa las estoy ejecutando yo. Y lo hago pensando sobre todo en él. Pero no parece que Karl lo acabe de entender. Su cooperación es parca, y eso me preocupa. Sé cómo le afecta todo esto. En el fondo se resiste a abandonar nuestro lugar de infancia. Y comprendo que su indolencia sea una reacción, y su desánimo una protesta. Pero, ¿tengo que ser yo el objeto de su queja? También para mi es muy duro. Él se da cuenta y pretende arrastrarme a su parálisis. Y esto es lo que me molesta de él, que no advierta que yo soy yo, no sólo su hermana, no sólo su instrumento de salvación, sino que tengo mi propia manera de vivir y no voy a hundirme en este lugar. No, no en este lugar puesto que nos echan de él. Y ni siquiera me reclama permanecer indefinidamente en cualquier lugar nuevo donde haríamos lo mismo, donde él pretendería aferrarse al espacio limitado y asegurarse mi cercanía. Me conoce lo suficiente como para ignorar que antes o después, en cuanto consideremos que el cambio nos estabiliza a todos, volveré a viajar. No le basta con que le diga una y otra vez que éste es y será siempre mi lugar añorado. Un lugar perdido, qué paradoja. Y que él es importante para mi, pero no decisivo. Yo no tengo la misma textura de renuncia a la vida que él tiene, ni mis apetencias se hallan satisfechas, ni quiero que se frustren antes de tiempo. No, mi vínculo no me obliga a nada más de lo que hago por él. Karl fue antes semejante a lo que soy yo ahora. No paraba por el mundo y eso le facilitó conocimientos, amistades, ocupación. En algún momento cambió. No sé por qué cambió. Pero al cambiar de comportamientos se refugió en mi, exigió con tretas mi retorno. Sé que Karl seguirá pidiéndome que lea los textos que tanto le fascinan. Que utilizará todos los recursos posibles para que interprete las situaciones y las voces de los personajes, y que fluya bajo el oculto narrador que va cursando la obra. Él quisiera tal vez que ambos fuéramos parte de esa literatura que le hiere y a la vez le fascina. Es como si hubiera un recorrido paralelo entre lo que dicen sus narraciones secretas y nuestro pasado. Como si se mirase en ellas para no perder lo poco que le va quedando, sus recuerdos.
(Fotografía de Taras Kuscynskyj)
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