El origen de la cuchara estuvo en una guerra. Nunca supo descifrar las letras grabadas en el mango. Una caligrafía de lujo para un útil exquisito. La cuchara estaba abollada, algo desgastada, pero conservaba una línea fiel y una concavidad generosa. El material debía ser purísimo, porque ni los restos de comida ni los estropajos hicieron mella en su esencia. La debió hallar en alguna de las incursiones en territorio enemigo. Pero él no era de los depredadores, de los que iban a por el botín. Tal vez fue la necesidad, tal vez la admiración por el objeto, acaso un recuerdo cuyo significado de tránsito se escapa. Él debió tomarla de una casa cuyos moradores habían desaparecido y la premió con el uso cotidiano hasta casi el fin de sus días. Cuántas madrugadas de sopas de ajo. Cuántas comidas entre pluriempleos. Cuántas cenas ante noches inertes. Nunca alardeó de haber cogido bienes de nadie. Eso le honró siempre. Las guerras son descaradas. Se prestan a la ley del inmediatamente más fuerte, del ocasional, del que llega antes. Las guerras demuelen los códigos de conducta, las leyes, las reglas del juego de las convivencias. Los territorios cambian de propiedad, las propiedades cambian de dueño, los amos cambian de camisa. Lo edificado se derrumba, lo cultivado se extingue, la vida se mata. Obviedades así. Salvajismo. Sólo salvado en una mínima parte por los rasgos del azar o de la bondad innata de los hombres que no se dejan cambiar. Por qué utilizó el hombre en cada comida la cuchara de la guerra es un misterio. Acaso le parecía bella. Tal vez hizo un juramento y lo mantuvo, otorgando un gesto simbólico al uso. Puede incluso que su mano se hiciera de tal manera a la holgura de la cuchara que no se sentía cómodo con otro modelo de cubierto. Una simbiosis persistente a lo largo del tiempo. Un pequeño cetro de progenitor. Del fondo de la cazoleta surgía un brillo donde se contemplaba la necesidad de los hombres. Donde se intuían los cambios de fortuna, las jugadas del destino, las traiciones de los esfuerzos. En contadas ocasiones tenía el hombre una debilidad fugaz y se preguntaba quién podría haber sido el poseedor anterior de la cuchara. Nunca dio muchos detalles. Hablaba de casas deshabitadas, de estancias abandonadas de repente, de objetos fantasmagóricos esperando retornos que no se producirían jamás. Las ruinas acomodan siempre los medios materiales, por muy insignificantes que sean, con la nada. Al hombre la guerra le rompió también. No fue de los que más perdieron. Ganó la reconciliación con su propia naturaleza: la capacidad de resistir y la suerte de sobrevivir. La cuchara, ya digo, habló siempre a su favor como testigo.
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