lunes, 4 de febrero de 2008

Afianzamiento


(Indagaciones, XI)

Hay días con una claridad fría y días con una oscuridad acogedora. Fue una oleada de clima templado que quebró por breve tiempo la dureza habitual del invierno lo que invitó a Winckelman a inspeccionar las zonas del valle más alejadas. Al volver a la aldea atravesó los juncales de las áreas pantanosas. La vegetación de ribera le protegía del viento, y éste, aunque incesante, se desplegaba entre las nubes y los caminos en una suerte de caricia que preconizaba una primavera ansiosa por hacer acto de presencia. Vana figuración. Envuelto en su gabán negro, el hombre no descuidó la guardia. Sabía de la caída traidora de las tardes y cómo el aire racheado sajaba con contundencia los cuerpos desprovistos de cuidado. La jornada le había permitido una visión más completa de la región donde estaba dispuesto a asentarse. A la ida su exploración había consistido en un dejarse impregnar por imágenes que procuraran una adecuación de su pensamiento y de sus sentidos a los límites de la geografía. Oteaba las alturas, medía la horizontalidad curva de los prados, acariciaba la escarcha sobre las plantas, escalaba y bajaba los desniveles que abreviaban el recorrido, calculaba en abstracto la división territorial de las lindes. Una especie de renacimiento le daba agilidad y le prendía de entusiasmo. Bullía en una euforia disimulada por adquirir un conocimiento del paisaje y de las vidas que se manifestaban dispersas, pero reencontradas. Percibía nerviosismo por llenarse de olores nuevos, por capturar gestos que entrañasen, por agitarse en pálpitos que estimularan. Pero a su vez sentía pesadumbre por la situación en que habían quedado tras la guerra los pueblos y las carreteras y las factorías y los servicios de las comunidades. Tal vez, a pesar del estado lamentable de aquellos pecios de tierra, pudiera hacerse una idea de la historia vivida. Acaso pudiera imaginar la monumentalidad erigida por los habitantes a lo largo de los siglos pasados. Mas también se desazonaba al contemplar lo desandado en la historia del país. Le indignaba la fiereza de unos efectos que no acaba de comprender que los pobladores se hubieran merecido con tan excesivo rigor. Fue al retornar a la pensión, ya en la hora en que el cielo renuncia a su presencia, cuando transcendió todo lo visualizado durante el día y meditó con amargura sobre lo paradójico de la vida de las sociedades. Se zahería a sí mismo al pensar en lo costoso y prolongado que había resultado materializar las ciudades a través de centurias. Ese emboscamiento secular y necesario donde las vidas venían desde tiempo atrás refugiándose, defendiéndose y hasta prosperando mientras pretendían una eternidad que los hechos les había cuestionado. Nadie había previsto que una trayectoria dinámica que parecía consolidada pudiera ser traicionada por la ignominiosa torpeza de los hombres. ¿Tan soberbios se habían manifestado como para ser víctimas de la fractura de la propia escala tendida hacia las estrellas? Tantos esfuerzos, tanto coste, tantas ilusiones en la construcción de las ciudades del pasado para llegar a esto, al desastre, al error de cálculo, al derrumbe total. Cuanto más reflexionaba Winckelman sobre lo evidente más consciente era de que su manera de superar el golpe era una doble jugada. El desarraigo de su lugar habitual se compensaba con el encuentro de lo desconocido, como alquimia para su necesidad personal de rehabilitación. Todo se iba ordenando en su entorno, reforzando la llama interior. El paisaje de los valles se iba apoderando de él lenta y caladamente. Las fronteras del Norte se derrumbaban para propiciar su atracción por la costa. La recuperación trabajosa de las comunicaciones propiciaban los viajes inciertos pero deseados que antes jamás había efectuado. La aparición misteriosa de una mujer, de la que nada sabía, pero a cuyas presencias espontáneas y breves se rendía, ahondaba en la esencia de sus sueños. Y la casa heredada, la que precisaba recuperar definitivamente para consolidar de una vez sus razones y despejar insospechados presagios, le esperaba como signo de un asentamiento en el peor momento de los tiempos más difíciles. Al atravesar el riachuelo que lindaba con la casa de piedra, oyó el chapoteo de las ranas. Un viento diagonal erizó su piel. Winckelman se sujetó con firmeza las solapas del abrigo y suspiró a las estrellas con ojos expectantes.

3 comentarios:

  1. Buena reflexión ciudad versus naturaleza. Derrumbe y construcción del propio hombre.
    Trascendente parlamento de la torpeza humana.
    Quizá todo sería más fácil bajo las estrellas y el croar de las ranas.
    Winckelman seguirá buscando?
    Buenas noches

    ResponderEliminar
  2. Los humanos, siempre empeñados en construir vanas torres de Babel, seguramente para diferenciarnos y olvidar de donde venimos. Afortunadamente Winckleman parece que encuentra satisfacción el lo natural, en lo más sencillo.

    ResponderEliminar
  3. Si las estrellas y el croar de las ranas fueran sólo nuestros testigos, Olvido, uno pensaría que moramos en otro planeta.

    Winckelman, Lagave, tal vez se deja tentar por lo sencillo porque huye de sus tormentos...

    Gracias por vuestros comentarios sabrosos.

    ResponderEliminar