martes, 15 de enero de 2008

Desierto



(Indagaciones VII)


Winckelman sueña. Sueña que espera en una estación desierta para tomar un tren indefinido. Sueña que el tren tiene que conducirle a lejanas estepas, esos espacios extensos y desabrigados de los que siempre ha oído comentar que existen hacia el Este, pero donde jamás ha estado. Extensiones perdidas en territorios apartados, de las que sabe de su existencia por las novelas de aventuras y los relatos de guerra. De las que algo ha oído hablar a los que han vuelto milagrosamente vivos del cautiverio. Sueña que se toma un café en una cantina vacía, donde está parado el reloj. Donde no hay cantinera ni viajeros ni ociosos ni empleados del ferrocarril. Se ve a sí mismo fumando; él, que dejó de fumar hace muchos años aquel aromatizado tabaco de pipa elaborado en Zelanda. En su sueño se recrea en la posesión de la cachimba, en el juego de un trenzado distraído entre los dedos. Disfruta con el tránsito de una inhalación cuyo perfume le acaricia temerosamente los pulmones. No sabe cómo es que el reloj da las horas, ya que las agujas no se mueven. El reloj de la cantina es un reloj idéntico al que tenían sus abuelos en la casa de la ciudad. Octogonal, con agujas como flechas, con una cinta metálica dorada que remarca su perímetro. Sueña que sale al exterior, que camina por los andenes, arriba y abajo, mientras observa perplejo que las adelfas no dejan de crecer entre los raíles, formando setos que separan las vías. Oye un débil pitido de tren que llega de lejos. Mira su reloj de bolsillo con frecuencia compulsiva, y sin embargo también está parado. Se agobia con el tiempo que pasa y no pasa, se siente nervioso ante una espera ambigua y, aunque vuelve a escuchar pitidos más sólidos, no llega tren alguno. Desde todos los lados del edificio de la estación sopla un viento que le hace estremecer. Las marquesinas no paran la virulencia del viento. Debo estar solo en el mundo, se dice a sí mismo. Tiene la impresión de que la estación se encajona más y más en el fondo del valle, y que se empequeñece y que los montes cercanos la acechan. Cree ver una mujer en el extremo de la estación, junto al depósito donde las locomotoras se recargan de agua. Es una figura difusa, de poca consistencia, desasistida, que se mueve ágil, acercándose y alejándose del foso de las vías. Cuando va distinguiendo con más claridad a la mujer, Winckelman se siente invadido por cierta euforia. Casi había perdido la esperanza de seguir habitando en el mundo de los vivos. Un golpe de sol pasajero que se cuela rasgando el frente de nubes le permite contemplarla con más detalle. Tiene unos pómulos rosáceos, se cubre la cabeza con un pañuelo como las campesinas de la región, lleva solamente puesta una chaqueta de punto de colores chillones a pesar del frío, y la falda que le cubre las rodillas empalma con unas medias de lana gruesas embutidas en unas botas de agua. De pronto, tal vez al sentirse observada, la mujer se quita el pañuelo y el pelo traza una caída de ondas rubias que a él le recuerdan a aquellas paseantes que una vez vio en Berlín, hace ya varios años, y que tanto le fascinaron. En ese momento la imagen cambia. Ya no es la campesina, sino una mujer joven aparente y lucida que parece adquirir otra textura y otra modulación. Winckelman trata de ir hacia ella. Quiere preguntarla cuándo llega el tren. Quiere saber por qué no hay gente, por qué aquel espacio se ha vuelto abandonado y solitario. Quiere saber quién es ella. La mujer le sonríe, o eso le parece a él. Pero cuando el hombre avanza, ella se retira. Las ramas de adelfas, cada vez más altas y frondosas, son agitadas por el aire y le ocultan la visión. Winckelman se nota perturbado, quiere echar a correr, le angustia la idea de perder aquella referencia. Cuanto más hace Winckelman por aproximarse a la mujer más se aleja ésta. De pronto ella se queda quieta y le mira. Incluso parece que agita una mano como saludo, o tal vez es un adiós, o tal vez se trata de la solicitud de auxilio, o acaso describe un dibujo en el viento. El hombre no distingue muy bien qué pretende. El mismo gesto puede expresar distintas correspondencias. Un pitido intenso y prolongado, traído a primer plano por el aire gélido, le avisa de que el convoy se está acercando. La agitación prende en él. La ansiedad le desafía. Pero ni llega el tren ni él alcanza a la mujer. Toda la vida ha estado esperando un viaje a las estepas en tiempo de paz, eso sueña de manera recurrente cuando está despierto o dormido. Pero la mujer desconocida que ve y no ve, que intuye y no se materializa, que persigue y no alcanza, encarna en su espíritu desconcertado la necesidad de otro viaje diferente. No menos arriesgado, no menos prospectivo. Necesita aclarar si es una mujer tangible o si se trata de una imagen del pasado. Inmerso en la profundidad del sueño, que él toma como lacerante realidad, sospecha que tienen lugar ejercicios intemporales que no pueden darse en este otro lado. Pero según enfila su carrera una vez más hacia ella, el andén se hace más largo y la figura femenina se reduce, se apoca, tanto que le parece que la mujer fuera regresando en edad a su origen. Presiente la soledad de las llanuras, donde toda la superficie está por tomar pero donde reina la deserción. El zumbido de un rápido que no se detiene le expulsa tajante del sueño. Aturdido todavía, mira a su alrededor. Siente las piernas entumecidas y los músculos agarrotados. Su reloj está parado y le resulta extraño no escuchar pasos en la pensión.

2 comentarios:

  1. Estupendo sueño el de Winckelman,muy visual. Viaja a la realidad herida porque los sueños son heridas que se abren cuando cerramos los ojos.
    Un abrazo

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  2. ...Pero hieren tan irrealmente que cuando despertamos...Bueno, según...Si despertamos de un sueño atormentado y obsesivo, nos reconforta sabernos a este lado. Si despertamos de uno conciliador y apasionado, deseamos que lo soñado se traslade a este lado. Qué cosas. Todo sueño, al fin y al cabo. Relajarse. Desirrealizarse. Buena noche.

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