sábado, 7 de julio de 2007
Homenaje
Las madrugadas, frías. La luz, emergente. El sueño de los niños era rasgado sutilmente por una lejana melodía que bajaba de la ciudad. Parálisis. Los más avisados despertaban a los dormilones. Expectación. Un desperezarse improvisado y revuelto. De pronto la música estaba encima. O debajo, justo al pie de los balcones de la enorme venta. Era la diana, apenas media docena de músicos que desde la plataforma de una camioneta bajaban la cuesta del hospital dando la buena nueva. El anuncio diario de la fiesta. A los niños les sobrecogía. A los adultos les emocionaba. Y una agitación se cebaba en ellos. Algo así como la llegada de los Reyes en pleno julio. La diana se repetía infinitamente. Luego seguiría todo el ritual archiconocido que ha devenido en esto masificado de ahora. Pero la eclosión del día era lo más impactante. De aquel tiempo queda una memoria entrañable y potente que es capaz no sólo de desarrollar escenas, sino de traer sonidos, nerviosismos, gestos, olores y percepciones de distinto calado. De aquel tiempo permanece también la vieja churrería del casco viejo que, independientemente de sus transformaciones técnicas y acaso propietarias, ha servido los desayunos de generaciones urbanas. El añorante no es hombre de iglesia. Y la fiesta de ese pueblo tiene todo de sincretismo pagano y religioso. Rescatar ciertos recuerdos. Homenajear lo que nos aportó y preservarse de las nostalgias tentadoras. Temer morbosamente las acechanzas del maligno demiurgo de la melancolía.
Mira que a mi me suena esa churrería...
ResponderEliminarEsa Mañueta! (esa sí que sigue ahí)
ResponderEliminarLo que más me gusta es lo auténtica que sigue, al menos en cuanto a fachada. Los churros, supongo que habrán cambiado, pero igual no, quién sabe. Increíble esta supervivencia. Brindo por ella.
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