miércoles, 11 de julio de 2007

Conjurados



En el santuario de Egina me salió al encuentro una vestal. No es común. Otro funcionario debería haberme atendido. Sin embargo la vestal debía estar avisada. No sé por qué. Mi intención sólo era cumplir con la ofrenda. Una antigua deuda que no debía descuidar. Una lejana promesa pendiente a causa de unos favores por los que me fue dada la satisfacción. Llegué al atardecer, cuando la bruma cubría ya la costa del golfo Sarónico. El romero perfumaba las lindes del camino que conduce al conjunto de edificios que rodean el templo. Unos pastores encerraban sus hatajos en los apriscos de la hondonada. En algunas ventanas se observaban aún las débiles luces de las lucernas, símbolo del recogimiento de la jornada. No era mi intención acceder a la pronaos, sino simplemente arrodillarme en la distancia, contemplar la hermosura de la hilera de columnas que rodean la nave y aplazar mi devoción para el día siguiente. Las chicharras recitaban con sus cantos la grandiosidad de la noche de luna nueva. Toda actividad humana parecía haber cesado ya. Algún aislado cuchicheo que se iba apagando. Apenas el movimiento delicado de los arbustos al ritmo de la brisa que llegaba desde el padre Egeo. La obscuridad dificultaba mis últimos pasos. Busqué precipitadamente en los alrededores algún chamizo de pastores donde reposar del cansancio. Sin embargo, una sombra blanquecina surgió desde el fondo de la avenida que conducía al templo. Como un mástil ondulante se desplazaba hasta donde yo me encontraba. La seda de lo que fui percibiendo como un vestido formado por pliegues extraordinarios se agitaba por efecto de los vientos etisii, menos amainados de lo que de ordinario suelen estar al anochecer en esta época del año. Cuando estuvo ante mi, cubierta y ceñida de pies a cabeza, me habló. No temas. Soy la koré que te estaba esperando. Nadie sabe que estoy aquí. Me está prohibido abandonar las dependencias donde las doncellas pasamos la existencia honrando al dios. Arriesgo mi vida al salir a tu encuentro, pero la arriesgo de igual manera dedicando mi cuerpo y mi ser a una entrega irrelevante e insatisfactoria. Otras korai creen más que yo en la misión del servicio a la divinidad. Algunas, las menos, también dudan y sufren por ello. Todos piensan que somos vírgenes de por vida, que ese sacrificio es el precio y también la vanagloria por ensalzar la memoria de los demiurgos para los que mantenemos encendida permanentemente la llama de la cella. Pero los funcionarios de la casta que dirigen las normas y los rituales deciden por su cuenta, nos acosan y nos poseen con frecuencia, en contra de nuestra voluntad y en contra de las leyes y preceptos de la religión. Nuestra existencia es gris, nuestra perspectiva de vida dudosa, nuestra fe quebradiza. La escuchaba arrebatado y con una extrañeza que me confundía. Su voz era afable y su temple sereno. Demasiado irreal para ser auténtico. ¿Sería producto de mi agotamiento? ¿Estaba siendo víctima de una visión desmesurada y transgresora? Mi sorpresa sólo deparaba preguntas. Pero, ¿por qué he sido yo el escogido para esta turbulencia? ¿Sabías que iba a llegar? ¿Acaso alguien te ha hablado de mi? Te han debido informar mal. No soy ningún pudiente. Ni tengo bienes ni oficio, y no comercio ni guerreo ni pirateo. Fui antes un ilote, cuya liberación ha sido el objetivo más grandioso que he podido conseguir. Y por cuya razón vengo modestamente a agradecer al dios su mediación por el favor concedido. El largo camino recorrido en esta peregrinación me ha hecho reconsiderar el camino anterior. Todo lo que sé lo aprendí como esclavo. He visto los vicios de los propietarios, las ambiciones de los nobles, las violencias sobre los humildes, el desprecio con los desposeídos. Sólo ansiaba mi libertad. Sentirme aéreo y sin ataduras. Otro viejo ilote, Zenón de Naxos, me enseñó las artes del pensamiento y de la palabra. Ése es todo mi bagaje y con el cual quiero subsistir y tras el cual quiero edificar mi propia mansión donde refugiarme de una existencia inicua y desordenada. La koré se acercó todo lo más que pudo hasta mi cuerpo. Apartó su velo, desarboló hacia atrás sus cabellos con un movimiento circular de su esbelto cuello, elevó su rostro que advertí luminoso y sosegado. Esta vestal bellísima estaba poniendo a prueba no sólo mi decisión vital sino que hacía peligrar mi condición de hombre sin servidumbre. Pero ella se mostraba segura. Había decidido también liberarse de una posición vendida, aun a riesgo de todo. Nadie me dijo de tu llegada. Los hombres no son los mejores informadores, al menos para una mujer cuyo sentido oscila entre la entrega al dios y la comunicación preservada con la naturaleza. Hace tiempo que el dios no me dice ya nada. Pero las estaciones me muestran los ciclos de la posibilidad, los vientos me susurran, los cambios de luz del orto y del ocaso me iluminan, los pájaros me alivian con sus melodías. Pero sólo un sueño me puso sobre aviso de tu venida. Presentía que no me iba a equivocar. Tal vez ambos nos hemos estado buscando desde nuestros conflictos y en medio de nuestras rebeldías. Éste es el momento de decidir. La vestal tomó entonces mi mano, me sacó del camino, descendimos a una vaguada donde se asentaba una vasta extensión de adelfas florecidas. Nos dormimos cara a cara, después de haber decidido partir de aquel territorio al amanecer. Aunque ambos traicionáramos nuestros respectivos juramentos.


(Fotografía de Ruth Berhard)

1 comentario:

  1. Una apuesta por la libertad en tiempos de esclavitud, no está mal. Sigue en vigor la propuesta.

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