miércoles, 13 de junio de 2007
Tirabeque
¿Conócese mayor arma arrojadiza? Jamás una y griega estuvo tan cargada de munición como cuando se pone al servicio del pronombre por excelencia. Ese monosílabo que es todo un mundo por sí mismo. Que pretende ser todo el mundo incluso sin él mismo. Que aparenta ser corto pero que alarga su enunciado. Que parece mudo pero que asevera desde los primeros balbuceos. Que a veces apenas se escucha su emisión pero que estalla en sonoridad. Que encarna la supremacía y la independencia. Que marca la partida y el fin. Que es el centro y la ascensión. Que en nuestra lengua puede quedar oculto o del que se puede abusar innecesariamente (los franceses lo muestran con obviedad malsana para todo) Pero que aunque no se cite se repite a lo largo y ancho de nuestras entrañas como una construcción poderosa sin la cual nuestra vida interior apenas tomaría conciencia. Templo y fortaleza, camino y hábitat, cárcel y liberación, océano y balsa, instinto y razón, el pronombre se multiplica, se carga, se recarga, adquiere fuerza, tensa su proyección, apunta sobre el más allá (al tú, al él, al nosotros, al vosotros, al ellos) ¿Quién osa ponerse a tiro? ¿Quién espera ingenuamente el disparo demoledor? ¿Quién permanece quieto ante su impacto? Y, sin embargo, no es un dispositivo perfecto. También resulta una defensa defectuosa, también arriesga el tiro por la culata, también oculta la bala en la recámara. Recuerdo que de niños arrancábamos ramas de los cerezos o de los avellanos, buscábamos las íes griegas mejor formadas, limpiábamos la piel con una navaja, fijábamos con fuerza en sus extremos una goma larga que nos daban en los talleres de reparación de bicicletas, dejábamos pasar un cuero como cazuelilla que sujetara la munición, tensábamos la poderosa herramienta y disparábamos a los pájaros, a los botes, a los cristales de la vecina a la que teníamos manía. ¿Era ya una forma simbólica y práctica de nuestra afirmación del YO? Dejado de lado el tirabeque infantil, resulta que hemos seguido practicando el arraigado ejercicio de nuestra confirmación. Por si alguien no se da cuenta, seguimos disparando nuestro ego en cada conversación, en cada acto, en cada sueño, en cada aspiración, en cada deseo. Es ya inercia. Algo arraigado, interiorizado, asumido. Al alcance de todos y cada uno de los mortales, a nadie le es negada su licencia. No hay freno posible. Sólo la propia dosis de escepticismo, de duda y de sarcasmo que la sabiduría del vivir puede habernos concedido.
(Chema Madoz fotografió el pronombre en acción)
También los elásticos del Yo se rompen. Riesgos de no medir la tensión, de no calibrar el impulso y de la ansiedad por cazar la pieza. ¿No te parece Fackel? Saludos de anochecida.
ResponderEliminarNaturalmente. Pero sin la herramienta YO, ¿qué sería de nosotros?
ResponderEliminarUn abrazo Sebastián.