domingo, 3 de junio de 2007

Agujeros




(Variaciones XVIII)


...Hay agujeros. Los días no están repletos, aunque nos obsesione posesionarlos. Sucede como con nuestras casas. Queremos fundir tiempos y espacios y tenerlos siempre llenos. Es una idea ridícula pero triunfante hoy día. Explicarnos por el almacenamiento, por la propiedad, por el acaparamiento. Vivir en un continuo dotar de significados a cada paso. Vivir sobrecargando nuestro entorno de objetos, de relaciones, de demandas, de acción. Estar en un continuo llamar, preguntar, suscitar atención, dedicar entrega. Palparnos en la ocupación sistemática. Recuerdo aquel viejo argumento de la arquitectura barroca. El horror vacui, la huída de lo no decorado, de lo no representado, de lo no interpretado. La respuesta del llenado y con él, implícita, la conquista del agobio. Hoy debe ser otra época barroca, pero mucho más mediocre e inconsciente. El pánico al vacío está socializado. Quien más o quien menos trata de explicarse a sí mismo por la inmersión en el apoderamiento de las cosas. Mitificamos la plenitud de nuestro ser, sin darnos demasiada cuenta de que tanta solicitud por la objetivación concreta nos martiriza y tanta vinculación con lo abstracto nos disgrega. Pero eso quiere decir también disolución. Por eso me gusta pararme de vez en cuando. Desaparecer. Escaparme a algún lugar donde ni me reconozcan ni me reclamen. Siempre hay vacíos, espacios no cubiertos. Otra cosa son los desiertos, territorios más o menos extensos donde reina lo yermo. O donde la vida se manifiesta de otra manera. Mi vida podría acabar siendo uno de esos desiertos. Podría ser. En cualquier momento mis escapadas, mis silencios, mis desconexiones pueden terminar rindiendo la actividad que hasta ahora he estado llevando a cabo. De acuerdo en que los paraísos, si llegaron a ser tales, desaparecieron y los alejamientos se vuelven difíciles. Hay gente por todas partes. Han crecido las técnicas y los servicios y las ventas por los lugares más apartados. Casi no logras escaparte. Pero siempre alguna higuera se presta a darte cobijo o unas horas no transitadas pueden permitirte que tú las tomes. Es una vieja manía mía refugiarme en las ruinas, sobre todo si apenas son conocidas o no recaban mayor interés por esa idea persecutoria de las familias de ir tras los parques temáticos. Será porque desde siempre me pareció que las ruinas me hablaban por lo que me siento cómodo y necesitado de su humildad manifiesta. Me separo para valorar mi entorno, pero también para reconsiderarme. Los rastros de las destrucciones antiguas me permiten parar. Son sugerentes y hacen de contrapeso de esta fiebre presente de las ciudades por desear crecer hasta el cielo. Me desacelero, me desobligo. Curiosamente, cuando me fugo al vacío y me sangro en el silencio dejo de pensar en todo. No me apetece recordar mis quehaceres ni mis compromisos. No ansío nada. Es muy refleja la situación. Ni siquiera la mujer que me atrae se encarna en esos momentos como necesidad. Debe haber algo de ermitaño en mi comportamiento. Acaso sea esa una forma de meditación y de ascesis, pero corta y poco consecuente. Es obvio que no se puede vivir permanentemente entre ruinas; acabaría absorbido, trasuntándome en ellas. Y qué. Podría ver el mundo con una dimensión que ahora mismo no me es dada. Y al fin y al cabo, la luz y la sombra se manifiesta para esos vanos como lo hace para las fachadas más relucientes de nuestros edificios de último diseño. Vieja pero sugerente idea esta de relacionar la arquitectura de los hábitats con la arquitectura del puro y transitado existir...

Cuando la mujer lee páginas salteadas del diario del hombre siente un placer especial. Sabe que no está bien que le espíe, pero no puede resistirse a la idea de penetrar en él más allá de las reglas de juego del cara a cara. Y además le fascina ese ventajismo que arrastra desde niña. Aunque la duda está ahí. ¿Y si él escribiera sus propias páginas de diario previendo una lectura clandestina ajena? ¿Y si con esos apuntes no estuviera marcando sino futuras líneas de cambio? Ficción, simple representación, piensa ella. Se refugia en las palabras, y abre con ellas los caminos de la huída, que siempre son de retorno, cree ella. Se siente atrapada por aquellas letras y, aunque sabe muy bien que la huída siempre es un acto solitario, porque si no sería otra cosa, se siente celosa de la soledad manifiesta en la que él se afirma y reconforta.


(Fotografía del californiano Rolfe Horn)

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