Un viejo cuento de la región de Gan Tsu , hace mención a una carpa portadora de palabras. Allá donde las montañas se muestran espectrales y el Huang He concede una pátina amarillenta a los bordes de la meseta que baña, las carpas danzan sobre los rápidos de los afluentes del gran padre río. De aquella región alejada de las civilizaciones modernas habían partido muchos hombres jóvenes audaces y algunas mujeres arriesgadas para prosperar en otros territorios o simplemente ver algo diferente. Zang Hui no. Su cojera le había hecho desistir de la aventura y aunque no había perdido nunca la esperanza de prospectar una nueva vida se resignó, cuidando bien de ocultar sus reprimidas tentaciones. Entre los que habían escapado de su aldea estaba su eterno amigo de la perilla de oro, al que apeló así debido al recortado mechón de pelo rubio que se insinuaba en su mentón. Aquel apreciado e íntimo amigo que desde la infancia había compartido con ella juegos, confidenciado secretos y explorado rincones del valle, se marchó al clarear una madrugada, tras haberla besado y disfrutado durante la breve noche. La entrega de ambos había tenido mucho de despedida, pero también de clamor y de una mistérica conversión del uno en el otro. Así habían decidido que fuera aquel largo abrazo, con el objetivo de que cada uno se sintiera en el cuerpo del otro cuando la melancolía de la separación les acuciara. Pero las separaciones o tienden a desvirtuar el recuerdo de las sensaciones memorizadas o a desfigurarlo en su sublimación o simplemente conducen al olvido más ingrato. Zang Hui decidió que no podía ceder a los elementos naturales y que debía buscar recursos que afianzasen la memoria de su amado joven de la perilla de oro. Y un atardecer cálido, sentada a la orilla de la corriente, observó fascinada el ritual de las carpas. Al ensimismarse en la contemplación interpretó que los saltos y las navegaciones serpenteantes de los peces no eran sino una especie de liturgia amorosa que ejercitaban antes de seguir vadeando las aguas turbulentas y voraces en que se iban convirtiendo río abajo. Y entonces comprendió que las carpas vivían el amor como una comunicación de ausencias. Y se hizo preguntas. ¿Y si ellas fueran las mensajeras? ¿Y si las carpas sí dieran con los seres perdidos? Zang Hui no lo pensó más. Su amigo de la perilla de oro le había enseñado el alfabeto y a trazar elementales signos suficientes para transmitir por escrito verdades necesarias y verdades perentorias que, en caso de urgencia, pudiera ella utilizar. Zang Hui no lo dudó. Un día entró en la pieza del escriba de la aldea, justo cuando éste se había ausentado para meditar, y escribió con caracteres gruesos y torpes, pero auténticos, un mensaje de recuerdo apasionado para el aventurero. Después, volvió al río, echó un sedal y en la primera carpa que pescó introdujo en su boca el papel de arroz lleno de palabras. A continuación soltó el pez y vio como éste se lanzaba a una carrera oculta y sinuosa descendiendo la corriente. Si el amante íntimo llegó a recibir la nota que la carpa guardara en su estómago nunca se supo. Tampoco el joven regresó jamás. Pero Zang Hui encontró su sentido en la escritura de la melancolía, sin dejarse perecer nunca en ella. Los viejos del lugar dicen que enseñó a muchas otras jóvenes que, como ella, habían pasado por la experiencia del abandono. Y que incluso algunas que habían sido entregadas en matrimonio seguían ejercitando el ritual que ella las mostrara, manteniéndose firmes y fieles ante los amores extraviados.
Fackel después de este precioso cuento da gusto irse a dormir.
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