La luz va entrando débil y lenta. Se diría que imperceptiblemente. Su frialdad se compensa con la intensidad que adquiere. Los habitantes de la casa aún no lo han advertido. Apenas la han ocupado y las paredes se resisten a ser abandonadas por la soledad. Demasiados meses acostumbrada a silencios y ausencias. El polvo ha transitado discretamente, pero ha tapizado sus rincones. Los rayos del sol, que han deambulado a su capricho por la cámara, han llenado de dibujos y pátinas las maderas, los dinteles, los pavimentos. Dentro de poco esta habitación será reformada y otra apariencia tomará el relevo. Acaso ciertos estantes, algunas mesas de distinto tamaño, tal vez dos butacones, unas sillas, cuadros que reconforten el ambiente frío con la memoria de otros lugares. O puede que tampoco sea así. Los habitantes advenedizos no tienen prisa. Suponen que tienen por delante una vida pausada. Han llegado hasta aquí para llevar una vida sosegada. No se urgen. Nunca comulgaron demasiado con muebles convencionales. No gustan de maltratar los espacios. Hasta ahora han vivido observando. No quieren que los objetos ni las visitas les desplacen a ellos. No se atreven a delegar en exceso en los bienes de uso, de los que intuyen que envejecen en paralelo a ellos mismos. Y los habitantes no quieren envejecer. Sólo dimensionar y ampliar el espacio interior de sí mismos. La claridad diagonal del cuarto aún no la han descubierto. En cualquier momento van a despertarse. El día les brindará su inmensa apoteosis.
Me ha gustado esa habitación. Así, sin nada. Desprovista de todo.Mirar la luz y dejarse ir en ella.
ResponderEliminar