viernes, 16 de febrero de 2007

El eclipse


De vez en cuando recalo en Kavafis. Al alejandrino hay que leerlo y recitarlo dispersamente. Y siempre, tras alguna escala en la travesía. En Kavafis hay nostalgia, pero también sedimentación. Y sus evocaciones suenan a certezas. Ese estado difícil que nunca se suele hallar salvo cuando ya casi nada es posible. Entonces un paseo por alguno de sus poemas adquiere un tono de fusión. Pero también de desnudez, la necesidad de reconsiderar las vivencias como hijas del azar. Esa tarde el eclipse nos había sorprendido bañándonos entre las rocas de la pequeña isla que miraba hacia Anatolia. Todo quedaba lejos: los territorios de origen, los quehaceres, las separaciones anteriores, los proyectos inmediatos, los olvidos. Lo admirable de las travesías que se prolongan es que te hacen creer que no vas a volver jamás a tu condición anterior. No es que te preocupe que el recorrido vaya a tener fin; eso te lo esperas. Sino que confías al menos en que todo lo que has navegado no implique obligatoriamente el retorno. Al menos, no con todas sus consecuencias. El eclipse de aquella jornada abrasadora fue un presentimiento. Queríamos y no debíamos mirar el cubrimiento del sol. Queríamos y no lográbamos alargar los días que se revolvían contra nosotros mismos. Los dos podíamos vivir en el vacío y amarnos en su plenitud, pero nunca obscureciéndonos el uno al otro. Nuestros ojos se apartaron de aquel fenómeno cenital y buscamos refugio bajo una concavidad donde las olas cubrían de espuma nuestros pies. Ella abrió el pequeño tomo de poemas de Kavafis y traduciendo del griego lo dejó muy claro:

La delicia y el perfume de mi vida es la memoria de esas horas
en que encontré y retuve el placer tal como lo deseaba.

Delicias y perfumes de mi vida, para mí que odié
los goces y los amores rutinarios.

A la mañana siguiente, tras una noche donde nos consumimos con furor pero sin esperanzas, yo la abandoné.



(Tsantakis guardó una foto de ella, que me envió años más tarde)

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