domingo, 26 de noviembre de 2006
Urizen
Pero Urizen, hundido en un sueño pétreo,
yacía disgregado, arrancado de la eternidad.
Los eternos dijeron: "¿Qué es esto? La muerte.
Urizen no es más que un trozo de barro".
Ha vuelto de ver esta tarde al hombre anciano. Se lo ha encontrado frágil, huesudo, inconsistente. Los días y las noches empiezan a no tener sentido para ese hombre de edad infinita arrojado durante horas y horas en una cama. Desorientación. Él ha levantado la persiana. El sol del membrillo, quebradizo. La luz, en la antesala del crepúsculo, coloreaba de amarillo las fachadas. Las nubes, espesas y de un tono de acero, biselaban los edificios. Él se lo ha venido a recordar al hombre viejo. ¿Te acuerdas, le ha dicho, cuando me llevabas de paseo aquellas tardes frías de domingo de mi infancia? El hombre anciano ha callado. Él ha continuado. Sí. Cuando salíamos pronto, después de comer y nos llegábamos hasta la estación del ferrocarril. Y tú me explicabas de qué se componía la estación, las taquillas, la oficina de los factores, la lampistería, la rotonda de cambio de sentido de las máquinas. Y por qué raíles circulaban los trenes. Y de pronto, ante un pitido próximo y potente, permanecíamos quietos, separándonos de las vías, presenciando la entrada majestuosa y enérgica de los grandes convoyes o de los mercancías. Y me mostrabas cómo se cargaban las locomotoras de agua, y cómo llenaban de carbón los fogoneros la barriga de la gran máquina, y cómo hervía el agua de la caldera, y cómo pasaba un empleado golpeando los ejes de los vagones con unos martillos, y tras todo ese ritual necesario que se tomaba su tiempo, cómo el jefe de estación se encaminaba hasta la vanguardia del tren y tocaba el pito y levantaba el banderín de rigor dándole la salida. El hombre anciano ha seguido callando. Ha mascullado algo tan flojo que él no ha entendido. Ha seguido mirando desde la cama la luz mezclada de la tarde sin sentido. Y me gustaba ver cómo te encontrabas con amigos, y hablabais como entendidos sobre el retraso del próximo tren por causa de una avería, o porque las nieves del Norte habían demorado la salida de un expreso, o de las deficiencias técnicas de la autoridad del ferrocarril. Me gustaba sentirme inmerso en un oficio que el niño hacía suyo. Ha visto que los ojos del anciano brillaban más que de costumbre. Paralización. Es un hombre duro que se va acabando poco a poco. Y con todo, ha proseguido él, lo que más me llamaba la atención era lo que había de misterioso en el trazado rectilíneo, sin final, de las vías. ¿A dónde llevarían? ¿Qué paisajes, qué pueblos, qué metrópolis, qué noches y qué días se contemplarían más allá de aquella dirección ambivalente y sin elección norte-sur que roturaba nuestra ciudad? El viejo ha cerrado por un momento los ojos. Ha asentido indefinidamente con un gesto de su cabeza. Es una roca. Al abrir los párpados los ojos tenían un matiz cristalino. Ahora él sabe que también es de barro. Las horas han borrado imperceptiblemente los colores de la tarde.
(Los versos iniciales y el grabado pertenecen a la plancha 7 del Libro de Urizen, del escritor y pintor inglés William Blake)
Que tristeza me ha entrado Fackel.Ese cuerpo tendido, vivido que ya apenas tiene fuerzas para recordar.
ResponderEliminarCreo que se trata de la verdadera caída: la que no tiene posibilidad de recuperación. Por lo tanto, mejor quitarle hierro. Aunque suene duro.
ResponderEliminarSi llegamos a una edad avanzada, el cuerpo ya es más una cárcel que ese aliado que nos permitió experimentar la vida. Creo que hay una puerta de entrada a la vida y otra de salida, me gustaría que cuando salga, sea convencida de que no tengo más que hacer. Y así desearía que se fuesen mis padres, en paz, pudiendo decirles lo agradecida que estoy, que he sido afortunada y que se merecen descansar, que han hecho todo lo que podían y más. Si por desgracia no estuviera presente, les diría eso mismo con el pensamiento.
ResponderEliminarMe parece un planteamiento adecuado y correcto; ojalá todo sea como te gustaría.
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