martes, 21 de noviembre de 2006

El pie de arena


Entre la neblina del amanecer, el paseo del hombre por la playa. Viene de levante una brisa fría. La humedad le atraviesa la ropa, se la clava a la piel. De pronto se la ha encontrado allí. Se ha agachado, la contempla. Recorre con el dedo su silueta, mientras excava el borde del contorno, dando el aspecto de elevarlo suavemente. Después, se sienta junto a ese pie menudo y enternecedor. Observa la pequeñez del talón, su redondez, y luego admira cómo crece en uve hacia el acantilado que forma los reducidos dedos, distendiéndose en sentido opuesto. La huella se expande y progresa, formando una plataforma ligera. Le parece que adquiere la forma de un instrumento musical que apetece sonar. La palpa, masajea con la palma abierta de su mano su superficie oceánica. Quiere introducir sus dedos entre los dedos adheridos de ese pie de sorpresa. Vacila. Los ve resistentes, compactos, dibujando una armonía que no se atreve a alterar. Quiere envolverlos en vida, trasladarles un estímulo; lo intenta. Un roce superficial y el pie empieza a gemir. Le recuerda los tenues vagidos de un recién nacido. Se pregunta si no será el avance de un pequeño golem que va a surgir de los fondos marinos. El pie ha empezado a adquirir consistencia y se deja aproximar a la calidez de sus manos. El hombre se desborda en un impulso: desciende y lo besa; más, lame su perfil arenoso y le sabe a carne. Hay una urdimbre tan cálida en esos dedos que el hombre apenas advierte que se están hendiendo entre sus labios. Que se mueven en su boca. El pie despierta sus sentidos, le vuelve lúdico. El hombre se alza de golpe, pero pierde el equilibrio. Ha querido bailar sobre el pie de arena, intentando poner su pie derecho primero, luego su pie izquierdo, pero pierde su eje. El pie de la arena es más poderoso, más resistente. Puede parecer efímero, y tal vez lo sea, porque esa condición de existir sin soportar la gravedad y el peso de la vida que transcurre le concede fuerza, imagen, valor. Qué más pedir, ese pie de arena jamás padecerá gota, ni esguinces, ni tendrá que calzar estructuras que lo ocultarán y que le torturarán. No tendrá tampoco que sentirse base de seres atormentados o ridículos. El hombre piensa en lo irresponsable que se porta su cuerpo. No se tiene apenas, tal parece que el pie de arena se hubiera llevado con el beso su fuerza y su carácter. El hombre, retorcido sobre la playa, se siente inútil. Se apoya en sus brazos mientras el cambio de marea le empieza a humedecer el costado de espuma. Mira sus manos, de ordinario tan útiles, tan simbólicas. Todo el mundo utiliza las manos, ¿no? En posiciones abiertas o cerradas o gesticulantes, la gente las usa como herramienta pero también como representación. Pero ahora no le sirven demasiado. O sí. Tal vez su destino es seguir arrojado en aquella playa, empeñado en la tarea de dar vida a huellas dispersas. Se conmueve con dulzura mientras admira la huella. Ha puesto su mano derecha sobre el pie de arena y ha entrelazado sus dedos. El mar le trae una canción lejana.






3 comentarios:

  1. Parece la huella de un recuerdo.
    Muy bonita meditación.

    "Lo que importa no es el carruaje
    sino sus huellas descubiertas por azar en el barro.
    Lo que importa no es la lluvia
    sino sus recuerdos tras los ventanales del pleno verano"
    (Jorje Teillier)

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  2. Se me escapó una j de más

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  3. Una huella ¿levanta una imagen? La curiosidad no tiene límites. Aun siendo significativa, la huella no se vestiría sin la escritura. Gracias Fackel, por tu delicadeza.

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