sábado, 28 de octubre de 2006

La oración exterior


Uno de los aspectos que siempre he advertido con perplejidad sobre la oración es la exteriorización del ritual. Y ello me ha llevado desde niño, es decir, desde mi propia experiencia, a hacerme preguntas. ¿Hay una concentración sincera y auténtica tras la pose? ¿Lleva esa fijación observante a un paso de meditación real y profundo sobre uno mismo? ¿Es una simple recitación de plegarias, salmodias y letanías varias? ¿Se trata de una homologación colectiva donde ya no importa tanto el individuo como la exaltación grupal?

Las formas de manifestación de la oración en las religiones del Libro tienen probablemente el mismo denominador común: crear unas señas de identidad puramente formales para adoptar unos aires de sumisión al ser superior, supuesto objetivo final de la dedicación. Y estas formas, sean el arrodillamiento de los fieles ante la cruz, la mirada perdida en las manos coránicas o los golpes de pecho ante el muro milenarista, proyectan esa caracterización de la oración a otro nivel. Se convierte en actitud colectiva, de masa, donde importa más el aparato, la exhibición, la manifestación de influencia y de poderío, la confirmación extensiva de la religión. Y entonces, ¿sigue coexistiendo con esa traslación al grupo la interiorización de cada individuo? Para que el individuo interiorice con sinceridad, ¿debe rehuir la presión exterior? ¿O está delegando su alma en el alma superior de la masa? Y ese alma de la masa, ¿no está obedeciendo acaso a una casta determinada que en nombre de todos lo que hace es imponer sus ideas? La entrega al ser superior en tu imaginario personal acaba siendo siempre la entrega a la casta organizativa que controla cada religión.

Formas de lenguaje son los rituales. Siempre complejos, siempre variados, siempre limitados, siempre herméticos. Observemos cómo a las maneras ya citadas de expresar la sumisión se añade el lenguaje verbal, o mejor dicho, una determinada manera de emplear ese lenguaje. Pero, ¿qué lenguaje verbal se utiliza? Se les llama oraciones, letanías, salmodias, rezos, es decir, frases recurrentes, palabras repetidas, axiomas verbalizados sin fin. En mi experiencia de infancia, el recuerdo de las repeticiones que me impuso la cultura católica no pudo ser más enigmático. ¿Qué me aportó aquello? me pregunté siempre. Al fin y al cabo, resultaba aburrido, lento, inacabable y la verdadera satisfacción llegaba al final, cuando terminaba la liturgia. Luego, ¿qué había quedado? Sólo se me ocurre una cosa: que si no toda mi alma al menos sí había entregado algo de ella y bastante de mi cuerpo, es decir, mi tiempo, mi dedicación, mi actitud, mi primogenitura emocional y mi capacidad intelectual. Puede que interiormente me proporcionara cero satisfacción y comprensión, pero a la tribu cristiana, a los planes de la Iglesia sobre mi, a la reafirmación de poder de tal entidad puramente humana le suponía un triunfo. Yo, y mis padres, y mis hermanos, y mis familiares, y mis vecinos, y todos los que bajo la denominación de fieles sucumbíamos a su influencia constituíamos gotitas que engrosaban el océano de su presuntuosidad, de su dominio, de su justificación, puramente humanas, digo nuevamente.

Claro que más allá de la oración planificada y pensada ad hoc, antes o después uno descubrió su propia capacidad de hablar consigo mismo. Y entonces la oración primariamente religiosa quebró y un nuevo discurso catártico y laico, es decir, libre, le mostró a uno el camino. Pero ésta, como suele decirse, ya es otra historia.

1 comentario:

  1. ¿Podíamos esperar otra cosa de las religiones y su necesidad de rituales, amigo Fackel? Lo sorprendente es que tantos siglos de avanzar la vida y la historia y algunos parece no haberse enterado. La pregunta es siempre: ¿por qué perviven los miedos y los complejos, que llevan a millones de individuos a delegar su derecho íntimo a pensar por sí mismos?

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