miércoles, 4 de octubre de 2006
La caída
Mientras se ha rendido al sueño, sus dedos afilados continúan acariciando las letras. Y éstas se escapan de las páginas y se cuelan por las mangas de su camisón, y a punto están de producirle los primeros comezones que desbarajusten su cerebro.
Él se encuentra ya en esa frontera de la duermevela, cuando aún le rondan las experiencias tangibles del día fenecido, cuando ya le van a tentar las travesuras plenamente oníricas. Las letras, como ilustrados microbios, nostálgicas de la atención de sus ojos, desfigurarán de un momento a otro su memoria para recrear sus sentidos. La vela es un testigo ciego. La vela, desde su catarata de cera, desesperará por mantener una luz inútil.
El mundo de la noche del lector está entregado a otros textos ocultos y lejanos, los que no tienen más desenlace que el giro circular de las horas que dure el cansancio. El hombre babea. Su cabeza permanece incierta y frágil, a merced de los monstruos de la nocturnidad. Es la caída. La humilde, ordinaria y noble caída de un habitante silencioso. No está dotada de la brillantez falsaria de cierto personaje neurótico que dicen que cayó de su caballo camino de un Damasco impreciso. El durmiente no necesita del mito para ratificar la vida y justificarla. La resurrección es para él una actitud cotidiana, mesurada y prudente, pero también arriesgada. Sabe que si tiene que vivir en la imaginación, al menos debe hacerlo sin pontificar la salvación para nadie. Para él los libros son los sueños, tal vez. Un bálsamo frente a la impredecible marcha de los días.
El sueño como reencuentro, Fackel. O el sueño como salvación. O el sueño como renovación. Un eje a tener en cuenta, y lo tengamos o no en cuenta, se da en nuestra biología personal.
ResponderEliminarCálida descripción la tuya, me gusta.