Es probable que la vida no sea siempre un carnaval, pero tiene mucho de mascarada. Giacomo se lo dijo con desgana a la solícita y conventual hermana. ¿Incluso el amor, Giacomo?, y ella sonrió con agudeza irónica. Sin duda, querida mía. Tal vez esa sea la mayor mascarada de todas, pues a través de él tratamos de ocultar todas nuestras personalidades a nosotros mismos. Pero eso es práctico, dijo la mujer bendita mientras dibujaba cruces ora con su uña ora con los labios sobre el pecho velloso del otro. ¿Algo así como una personalidad propicia para conjurar todas las demás? Giacomo, que no deja de activar su pensamiento ni quiera cuando recibe ternuras, discurre a su modo. En cuanto que es algo que no se sabe muy bien qué es y que puede amoldarse a la idea que cada uno se haga del mismo, el amor resulta uno de los disfraces más eficientes para la vida ordinaria. Digo disfraz pero no digo engaño, pues engaño denota intención mientras que un revestimiento ocasional es un mero juego de adecuación a las circunstancias. La mujer entregada a sus votos celestiales no es ajena a la vida terrenal y dispone de un sabio criterio. Siempre me ha parecido que disfrazarse por unos días festivos no tiene mayor mérito, entre otras razones porque todos saben de qué va disfrazado cada cual. Y aunque todo el mundo se esfuerce por engalanarse con trajes caros y fastuosos o aparentar que pertenece a la clase social que el resto del año le está negada u opte por transformarse en la perfecta imagen del sexo opuesto, algo que, por cierto, muchos lo hacen con un realismo y deleite gratificante, no es nada en comparación con el virtuosismo del día a día en que la cara descubierta y el porte ya sugieren de por sí el verdadero embozo que encubre su alma. Giacomo asiente y se admira del razonamiento. Hermana de mi devoción, siempre me ha parecido usted de una perspicacia preñada de conocimiento sobre el bien y el mal de la humanidad. Y tú, el sempiterno hombre solitario y avezado que se busca a sí mismo en la experimentación del placer, aunque nunca llegues a encontrarte, le define la monja. Giacomo la corrige en un gesto manso de caridad. No crea, soy en tanto en cuanto lo intento. No persigo la mera obtención de los placeres que el azar puede poner en mi camino, sino que elijo. El prójimo me subyuga siendo como es, pero no deseo cambiarlo ni cargar con ningún afán de salvación. Ella, estimulada por el discurso compartido, se siente también liberada de la máscara cotidiana. Yo, en cambio, le confiesa, soy más metafísica, sin que renuncie al interés inmediato por la materia que tu cuerpo ofrece al mío.
(Fotograma del filme Casanova, de Federico Fellini)