Yo de niño quería ser misionero, dice mi amigo Max, vuelto provisionalmente de su aislamiento. Ha dejado de leer los titulares del periódico para prepararme un café denso, que me sabe como nunca. Max tiene buena mano para bendecir el café, logrando un punto exquisito. ¿Le viene de su estancia en lejanos rincones del planeta? A punto estuve de irme para allá, continua, y suena a revelación. Quería salvar almas de negritos en el África profunda. Al fin y al cabo había dos clérigos en la familia paterna que andaban por aquellos lares, y cuando venían de visita comentaban sus peripecias con todo género de detalles. ¿Reales o inventados? Nunca lo supe con precisión, aunque más tarde pude deducir. Mi oído infantil tomaba sus descripciones, algo exageradas, por relatos poco menos que épicos. Que si los indígenas estaban deseando ser bautizados, que si todas aquellas gentes eran solícitas y generosas, que en su modestia de medios les llenaban de obsequios, que eran gentes muy dóciles, que habían destruido sus ídolos para hallar al verdadero Creador, que progresaban en la catequesis, que los niños eran riquísimos, que cascabas un huevo de avestruz sobre una piedra y al momento se freía, sin más, por efecto del intenso sol. Aquella mezcla de experiencias personales, paisajes bellísimos y entrega mutua entre nativos y misioneros me enardecía. De todo, todo, lo que más me estimulaba era ganar almas para la causa de la Verdad única, en la que en nuestra ensoñación infantil creíamos, y nos obligaban a creer. Cuando me quedaba solo soñaba -ya había leído algo sobre Livingstone y Stanley- con el corazón amplio de aquel continente. ¿Qué podía saber un niño sino de la bondad, arrojo y dedicación de los inocentes misioneros? El mundo real, ah, era solamente ese. Que misioneros y agentes comerciales, políticos o militares solían ir de la mano fue algo de lo que me enteré ya de mayorcito. Aquella enraizada idea de que los nativos nos reclamaban -y es que me sentía tan vinculado a la pureza y justificación de la causa cristiana que pensaba de ese modo- consolidaba en mi mente el anhelo por ir a redimirlos. Rezaba por ellos, en mis fantasías diseñaba pedagogía sobre ellos, husmeaba mapas muy genéricos sobre las vastas extensiones sub ecuatoriales, leía vidas de santos que se habían entregado a los paganos. Max detiene su narración. Aprovecho. Pero todo aquello, ¿cómo llegaste a superarlo? Una noche tuve una pesadilla, responde Max, en que los caníbales me comían.
(Imagen: isla de Sentinel del Norte, en el archipiélago Andamán, Océano Índico)