¿Por qué les gusta a muchas personas, demasiadas, asomarse a los crímenes de los demás? En parte por morbo, lo cual puedo entenderlo aunque ni su ética ni su estética banales, por más que la ironía de De Quincey o el sarcasmo de Aub lo aireen, eleven al ser humano que dicen que llevamos dentro. En parte porque nos gusta convertirnos en policías y jueces, cuando no en forenses, pues ya se sabe que estas funciones no son solamente institucionales, sino que las portamos cada cual con mucho ahínco y las dedicaciones profesionales no son sino reflejos de nuestras exigencias. En parte también, en mucha parte, porque los crímenes que suenan suelen estar un tiempo, hoy apenas unos días cuando no unas horas, en boca de todos, y quien no habla de ellos parece un tonto desinformado. El morbo inherente a la contemplación, en directo o en distancia, de un crimen nos conduce a ensoñaciones con su regusto malsano pero apetitoso. Sentirnos parte del sistema policial y judicial nos lo pide el cuerpo, pues creemos tener visión de investigar y capacidad de procesar, según nuestros estereotipados y pobres criterios, a la majestad más alta y al mendigo más desgraciado, si llega el caso. Aunque también hay que precisar que libramos más al primero y nos cebamos con el segundo (y no te cuento si es el último de la fila social) Y además, ¿a quién no le gusta alardear de que está al tanto de la actualidad y que lleva dimes y diretes al prójimo?
Estos días, con ayuda de los conspicuos y dudosamente éticos medios de comunicación, circula información continua sobre un miserable crimen (¿hay alguno que no lo sea?) sobre quien más o quien menos se emite opinión alegremente. La capacidad de las televisiones y radios, sobre todo las primeras, para vender la misma noticia, incluso sin avances, de una manera constante, emitiendo juicios de valor, predisponiendo a que el receptor tenga a priori los criterios que las cadenas quieran y sobre todo que los reelabore conforme a sus propios prejuicios y adoptando un papel que no le corresponde (el de investigador o juez), removiendo y manipulando los sentimientos no siempre sinceros de los individuos, configura ya una opinión generalizada que aterra. Sucede en cada ocasión que un crimen conmueve a la sociedad, como dicen los media. Escucho de todo estos días. No hay persona del entorno del crimen que quede libre de sospecha. No se respeta en muchos casos la presunción. Se quiere saber los motivos con avidez, como si el tema de un asesinato no fuera delicado y en un sistema judicial como el nuestro digno de ser tratado conforme a una investigación con garantías y unas leyes penales aplicadas con justicia si cabe. Se ignora una vez más la división de poderes y la del propio estamento judicial, por no decir la ignorancia supina sobre los pasos de un procedimiento. No quiero hablar ya de la masa en la calle pidiendo venganza en lugar de justicia, exigiendo modificaciones en el código penal sobre las que no tienen ni pajolera idea los voceadores, o de ciertos políticos insanos, lenguaraces y oportunistas que aprovechan el tirón de la desgracia para cosechar con inmoralidad evidente unos frutos electorales a cuenta de la miseria y el dolor que un crimen sume a familias y marca duramente a la presunta ejecutora.
Antiguamente lo que corría de boca en boca se renovaba lentamente, se inventaba y reinventaba por efecto rumor o por el simple traslado que implica siempre que degenere la información. Los españoles tuvimos, además de los boletines o partes informativos de la Radio Nacional instalada por el régimen, o la prensa habitual de provincias, aquel semanario sumamente populachero, que mi madre se negó siempre a que entrara en casa, titulado EL CASO, íntegramente dedicado a los llamados sucesos, es decir accidentes, crímenes, robos, etc. Por cierto, en muchos casos, valga la redundancia, la información aparecida en ese periódico era la más aproximada a los hechos. Supongo que habría una colaboración entre periodistas y policías y se harían favores mutuos (las películas de Hollywood suelen reflejar muy bien esto)
Estos días, EL CASO, versión diversas cadenas de TV, resucita con horas de telediarios, tertulias y programas especiales. La audiencia como producto y beneficio de mercado se impone a la supuesta noticia. Influye de manera desorbitada, la gente entra al trapo (en los bares los clientes se cuelgan de las noticias del crimen) y cada españolito se entrega a saber más que nadie de motivos de la criminal, de las penas que deberían aplicarse, de las circunstancias de una familia que hasta ahora e incluso ahora le habían sido ajenas y donde no deberíamos inmiscuirnos. Pero...ay, España, se me ocurre lo del tango, que sesenta años no son nada, que febril la mirada...sobre el vecino, observando más la mota en el ojo ajeno que el clavo en el propio. Y es que a veces tiene uno la sensación de que hemos evolucionado lo justito. Que no nos toque de cerca un crimen jamás.