No me lo había pedido, pero me lo han traído. Lo he colocado ahí, delante de los escritos de algunos díscolos geniales. La primera conclusión que saco, pues llevo un buen rato observando como un bobo el reloj de arena, como quien mira el culebrear de los peces en una pecera, es que su dinámica es prácticamente imperceptible. No sé si el secreto está en su cuello estrecho, calculado como el ecuador de dos hemisferios caprichosos, o en la visión del espectador que apenas percibe las micras de segundo ocultas tras la caída de la arena. Otra observación que me guiso es que mientras se produce el desparrame ordenado e inapreciable de norte a sur yo también me voy vaciando un poco más, aunque, de vez en cuando, me dé la vuelta para disimular y seguir fantaseando con que nada pasa, al menos no excesivamente deprisa, nada envejece, siquiera no prematuramente, nada se inhabilita, y hago movimientos de manos y de piernas y giros cervicales de izquierda a derecha para asegurarme de que aún estoy en servicio. Considero esta última mirada personal divertida y en absoluto dotada de dramatismo alguno. No soy el recipiente ni la arena, y quiero creerme que mi cuerpo es tan solo una metáfora que se agotará por aburrimiento. No ha sido carente de intención que haya puesto el reloj de arena ante nombres de autores y obras de otros siglos, para los que el instrumento de medición vital se hizo añicos hace mucho tiempo. Sin embargo, hay algo en lo que el reloj de arena no ha vencido hasta la fecha. Ni más ni menos que en la obra de aquellos pensadores, vigorosa y plena de sentido en medio de un ciclo escasamente consistente en ideas como el que estamos viviendo. Según he estado escribiendo este apunte el contenido de la parte superior del reloj de arena ha pasado a la parte inferior. Entonces se me ocurre que más que un medidor temporal es un cubilete de truco con dados. Giras el reloj y te aseguras que otra vez comienza su tiempo o, lo que es lo mismo, tu tiempo. Echas los dados jugando a la distracción para engañarte a ti mismo con la pretensión de que estás echando los dados del universo. No me había pedido el reloj, no, pero bienvenido ese recipiente paralelo de nuestra conciencia en transcurso.
Tiene su intríngulis, ver caer el tiempo convertido en granos de arena no deja indiferente a nadie.
ResponderEliminarsalut
Tantos inventos para lo medible, como otros los de sol, qué obsesión la de los humanos...
EliminarHay algo de hipnotizante en esos relojes.
ResponderEliminarUn abrazo.
Feliz Día de Reyes.
Besos.
Hay algo peligroso en esa hipnosis. Te ves como arena, pulverizado incluso. Un abrazo.
Eliminar¡Dios! ¿Quién eres tú?
ResponderEliminarTu estructura y significados se mueven con la exactitud y detalle de un cronómetro suizo. Me lo apunto.
Pues eso, dice él, soy un recipiente cuyo líquido transcurre por la inercia de su propia ubicación, sin duda que hacia la nada, pero que mientras se mantiene expectante, curioso, recurrente, causa y efecto de su misma perplejidad.
EliminarA veces pienso que el tiempo no existe. Se me pasa pronto, claro.
ResponderEliminar(Los autores que están detrás del reloj jugaron con el tiempo mejor que nadie.)
El tiempo no existe en términos universales. El tiempo es medida de un tránsito de seres, fenómenos y evoluciones naturales varias, que hemos inventado los de la cultura humanoide. El tiempo son nuestros límites, nuestra percepción, incluso nuestra angustia. Más allá, al Universo le importa un rábano medir nada. Se sigue haciendo y deshaciendo, y no tiene necesidad de justificarse ante los humanos.
EliminarSí, esos autores reconvirtieron el tiempo para su necesidad expresiva.