En aquella pesadilla un perro se ponía a mi lado mientras paseaba. Era grande y negro. Me olfateaba y yo buscaba su cabeza puntiaguda para acariciarla. Entonces el hocico del perro hendía mi cuello y pellizcaba con sus dientes mi piel. Me llevaba sujeto él a mí y todo mi cuidado era mantener su ritmo. No sentía pavor pero sí pesadez. La sensación de un desagradable sometimiento. De pronto alguien llamaba al perro y éste me soltaba. Fui a mirar mi cuello en el espejo. Aquella marca recordaba la forma de un hexagrama de I Ching y no dolía. Seguí contemplando mi cuello en el espejo un buen rato, una vez hube despertado.
Hay pesadillas que no se olvidan.
ResponderEliminarY otras que se repiten y otras cuyos límites no se distinguen lo suficiente. Salut.
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