viernes, 28 de febrero de 2014

Los viejos flamencos nunca mueren


















Uno, que nunca fue flamenco, y entendió poco y no lo disfrutó como debería,  pero que si venía al caso y a cuenta de la mística del quejío podía emocionarse según y con quién y en qué ambiente, uno recuerda aquella foto del bar Hong Kong, de los hermanos De Vega, en la esquina del barrio viejo, donde no obstante circular la sangre flamenca junto al clarete de la barra, nos acogíamos los conspiradores de ilusiones y de cantos de sirena, fuéramos estudiantes u obreros, que entonces la aproximación y los vasos comunicantes de las clases sociales pasaban por las tascas, y luego nos hermanábamos con quien quisiéramos, sin importarnos mucho la extracción, y a veces se dejaban caer por allí monstruos del cante jondo, y basta ver la foto y te da en contar los pétalos de la margarita de la vida, porque que yo sepa, de los de la foto ya no están ni Enrique de Melchor, ni Ramón de Algeciras, ni  Paco de Lucía, y por ahí anda tirando como puede Manolo de Vega y de su hermano Pepe ni idea (el padre de ambos había sido otro cantaor agudo, Celes el Ciego, ciego de verdad por causa de la guerra feroz), y todo esto lo cuento porque sí, por nostalgia, por el bienestar que me produce a medianoche recordar a los compañeros de los que ya no sé,  por las horas y las citas y las expectaciones y los lenguajes en clave y los vinos que nos tomamos allí los resistentes que gustábamos de embaucarnos a nosotros mismos con otro futuro, y como homenaje a esas cara de niños que tenían los flamencos de verdad, y qué se le va a hacer, prometo en la próxima vida entusiasmarme más con el cante, porque siempre he sospechado que su mística me hubiera tocado, aunque si soy sincero debo reconocer que cualquier esencia de cualquier género cantor, sentido con alma y no te digo con desgarro, me conmueve.




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