Nunca supieron contarme quién había sido ella. Tampoco es seguro que sea yo el niño que sujeta la miliciana. Cuando me mostraron la fotografía ya era yo mayor y vivía aún en un país que no sentía como país. Nunca había traspasado las fronteras de éste, pero la carencia de un país me pesaba tanto como la carencia de una madre. Con una diferencia: percibía al país como maltratador y sin embargo echaba en falta el calor de unas manos sobre mi vientre. Digo país con todas las consecuencias, y no Estado, como se dice ahora, a mi modo de ver de forma equívoca e interesada, porque el país o al menos la parte del país que salió adelante en aquello fue un cómplice extenso y desventurado de los vejadores. También creí ver en la fotografía la clave de uno de mis comportamientos más íntimos. Nunca pude dormirme sin depositar mi mano en el abdomen. Nadie me había enseñado aquel gesto y menos en aquel hospicio en que nos amontonábamos los niños sorteando tos ferinas, sarampiones, diarreas, frío y gazuza, abundante gazuza. Aunque no he vivido obsesionado por la marca del tiempo extraviado -lo que pude ser y no fui de no haber mediado tamaña desgracia- siempre ha latido dentro de mí la carencia. Que ponerme la mano en la tripa desde pequeño fuera un misterioso signo que me unía a algo perdido puedo tenerlo más claro ahora. Una actitud que no quería soltar amarras con la calidez que una vez recibí y que parecía relegada para siempre. No en balde me riñeron y me amenazaron sobradamente en la inclusa por depositar mi propia palma sobre el vientre. A veces yo mismo me sorprendía de que aquel ademán se reprodujera también en la comida o en las lecciones o a las horas tediosas y obligadas de la capilla. No era siempre, sino solo cuando la soledad me atenazaba y borraba de mi rostro la sonrisa. Y sobre todo cuando una vez a la semana llegaban familiares de otros niños y se los llevaban a dar un paseo. Ya sé que estáis pensando. Os preguntáis si lo tengo superado. No, en absoluto, una carencia en la infancia no se supera jamás. Puede compensarse a lo largo de la vida, pero cuando menos lo esperas, por un problema que te atraviesa más de lo debido o por un extraño desasosiego que no logras apaciguar, te ves a ti mismo colocando no una sino las dos manos en aquella zona que reclama calor. Tantos años después, tras obtener el reconocimiento de mucha gente, una vez de haber convivido con mujeres que me han cedido su ternura, y habiéndome dedicado, mejor o peor, a los hijos que he dejado en memoria de mi paso por la tierra, siento que me acecha amorosamente la miliciana. Yo he envejecido, pero ella no, me digo. Y me sorprendo esperando de nuevo la bondad de una juventud ilusionada, aquel cuerpo menudo al que me pego, la risa entregada y el tacto de unos dedos desplegados que se hincan más y más en mi piel. Ella sigue igual que en la fotografía y yo la espero. Aunque nos juntemos en el vacío yo la espero.
Hermoso texto. Y la foto, preciosa.
ResponderEliminarJL
Hay imágenes intemporales, José Luis, para las que uno desearía crear otras imágenes complementarias, va en ellas mi reconocimiento a la mujer.
EliminarResulta abrumador ese sentimiento de vacío nostálgico de lo que nunca conocimos. No es anhelo de posesión, ni envidia del otro, es solo el deseo, tan íntimo, de ser acariciado, de la ternura, que siempre nos falta, de la comprensión... Y muchos, poseyéndolo, lo despilfarran absurdamente, como si nuca fuera a agotarse, o como si siempre fuera a estar a nuestra disposición.
ResponderEliminarUn abrazo desde la distancia, Fackel, pero cerca de ti.
Das en la clave, pero el niño sobrevivió, no sé la mujer, pero ambos siguen vivos, lo intuyo, la certeza no demuestra siempre la existencia de la vida, el misterio nos proporciona avanzar fantasía, que es la punta de lanza de la memoria.
EliminarTerrible necedad desperdiciar la vida, la ternura que nos brindan otros seres, la aproximación cálida sin la que no podemos ni sabemos vivir. Hay recrearse a partir de la carencia y, en la medida de lo posible, evitarla.
Un abrazo entrañable.
Yo no sé si este texto es ficción o realidad, pero es profundamente bello, emociona.
ResponderEliminar¿Es la emoción realidad o ficción? ¿Sentido o fantasía? ¿Percepción o algo imaginado? Que lo que nos parece bello nos responda siempre, Fedora. Un abrazo.
EliminarUnidos en su mirada.
ResponderEliminarY qué mirar, Loam, y qué claridad y decisión ante negras tormentas...(maldita sea, logras emocionarme al pensar en ello)
Eliminartriste y bello texto
ResponderEliminarun abrazo
Irene
Tal vez sea como dices, Irene, pero la fotografía me embarga y la miliciana me embriaga. Una imagen más de la eterna juventud, y qué juventud. ¿La migliore gioventù? Un abrazo.
Eliminar¡Qué bonito texto Fackel! Uff, es cierto que las carencias de la infancia ahí se quedan y se despiertan en cualquier momento, dejándote en el más absoluto de los desarmes. La cosa es que a medida que creces vas identificando emociones y aprendes a gestionarlas y hasta te permites echar unos lloros de desamparo, para luego volver a la alegría y a la ternura de una mano amiga que acompañe esa vulnerabilidad, para reconvertirla en fortaleza. ¡Abrazos y sonrisas!
ResponderEliminarNada que añadir y menos objetar; suele ser así. Otra cosa es que las carencias condicionen a un individuo hasta límites indeseados. Un abrazo.
EliminarSi te quedaras inmóvil, te crecería MUSGO en la piel?
ResponderEliminarDepende del grado de humedad del ambiente, Anuar.
EliminarLa foto es preciosa. Tu texto es impresionante. Las carencias de la infancia generalmente causan traumas muy difíciles de superar.
ResponderEliminarLo he releído y casi que me dan ganas de incluir el texto en la serie negra. Gracias, Ana por tu opinión.
EliminarBuena idea...
ResponderEliminarAsí lo lee más gente. Gustará... te lo aseguro.