me he acercado a verle lo antes que he podido, al regresar de mi viaje; has adelgazado, me ha dicho, y sabes que no soy dado a señalar marcas del cuerpo; uno espera de un amigo que le diga cómo le encuentra, por tener otra perspectiva, más que nada, le replico con ironía; él sonríe con levedad, no ha cambiado su escepticismo: nunca se sabe con precisión qué nos altera, si las preocupaciones, el simple paso del tiempo o el secreto con que el cuerpo juega al escondite con nosotros; anda entretenido bajando de las estanterías algunos libros antiguos; él los llama intemporales, esos a los que se puede recurrir cuando la confusión nos amenaza o, mejor dicho, cuando nos atenaza hasta el extremo de impedirnos discernir; su rostro se muestra nublado, no obstante la actitud sentida de recibimiento que tiene conmigo; debes contarme, me dice, quiero saber cómo nos ven por esos países donde has estado; ¿incluso al precio de que te malhumores más?, le contesto con sorna; y él me mira con tristeza, como si pensara no tengo nada que perder; lo intemporal no es una receta de acción inmediata para solucionar los padecimientos que están llegando, pero alivia, dice mi amigo; es esa sensación de sabiduría que invade a ciertos libros, una manera de percibir e incluso de interpretar los acontecimientos de tiempos pasados sin los recursos con que hoy día se hacen los análisis, que parecen más exhaustivos pero son siempre muy imprecisos y se saborean peor; eso dice mi amigo, y continua: hay algo enorme que trasciende en ciertas obras de autores del pasado, aunque acaso somos nosotros los que no hemos trascendido; luego se queda pensativo, pero se confiesa: mi problema es que me embarga cada vez más el desencuentro con este desgraciado país; no es que alguna vez me haya identificado plenamente con él, siempre he vivido conflictivamente, sin aceptarlo del todo en mayor o menor medida; alguna vez parecía que hubiera ciertas expectativas positivas y creíamos en que sería posible avanzar a pesar y en contra de nuestra propia historia; nos obsesionaba la idea de ser por fin algo diferentes a lo que habíamos sido; ahora no estoy ya seguro de lo que quieren los habitantes de este rincón del mundo; alimentarse de la perspicacia y visión de algunos hombres, propios o visitantes, que escribieron sobre nosotros está muy bien, le respondo y me atrevo a matizarle: sirve para no perder
la identidad constructiva de la disidencia frente a la mediocre actitud del sinnúmero de paisanos que optan por la aceptación del estado de cosas, o por el seguidismo a los torpes que mandan e influyen ungidos por el voto o incluso por el arrebato nostálgico que late tras algunos por lo peor de nuestro pasado; eso le digo, no sin temor a que se sienta más hundido; pero es un individuo que no se deja abatir fácilmente: si apartáramos el ruido, si quemáramos los rastrojos que no permiten sembrar bien, si diéramos paso a quienes deben heredar el futuro, si nos desilusionáramos de lo accesorio e inútil, suspira; mira por la ventana, mientras el cielo hace guiños entre nubles y claros; como el país
(Sin permiso de El Roto, y aparece en El País.
Pero es que sus rotos no tienen pérdida y son un bien cultural único)