sábado, 25 de junio de 2011
Concerto mobile
El asiento estaba vacío pero a la vez estaba ocupado por el bolso de la chica que iba al lado. Él hizo el ademán de sentarse y la chica quitó el bolso, sin demasiada premura, molesta por tener que hacerlo. Por supuesto, no pidió disculpas. El joven se sentó y estiró las piernas. Era larguirucho y cabía mal, así que a cada bamboleo del autobús una de sus piernas rozaba descaradamente otra de la viajera. La chica, tendía a hacer el efecto opuesto, correr la pierna como si huyera de la del chico. En una de las ocasiones en que el autobús tomó la curva de una cuesta el hombre se desplazó violentamente sobre la mujer. Ella aparentó recogerse como autodefensa de lo que le venía encima. Él se disculpó de su caída lateral pero culpó al conductor por la brusquedad al tomar las curvas. Cuando la mujer miraba por la ventanilla él aprovechaba para observarla. Cuando el viajero miraba hacia delante o hacia su izquierda ella miraba su perfil o su cogote. El autobús se iba llenando de viajeros, era hora punta. Es hora punta, le dijo él a la chica. Sí, contestó ella. ¿Todos los días va así?, se interesó el hombre. No contestó ella, sino que afirmó con el movimiento ordinario de cabeza que indica afirmación. Ah, replicó él. La chica se sujetaba el brazo izquierdo que llevaba al aire con la mano derecha. Que no estaba muy cómoda lo reafirmaba el hecho de que con sus dedos golpeara su brazo, como si mascullase en secreto una canción. Él, como contagiado por una tonada que no se oía pero que soltaba sus efluvios y le llegaban por un conducto extraño, también agarró con su mano izquierda su brazo derecho. Siguió el ritmo. Ninguno de ambos se miró, era como si se hubieran olvidado de que iba uno al lado del otro. Pero el ejercicio del golpeteo de dedos y brazos de cada cual tenía lugar con la misma precisión de una orquesta. Era como si hubieran dispuesto la composición, la hubieran ensayado y ahora la ejecutaran con plena seguridad. Eran tan reflejos y firmes sus movimientos, los alternaban con tanto aplomo, sostenían los acordes de una forma tan medida, que se diría que eran un dúo compenetrado y de probada experiencia. Hubo un momento en que los dedos de cada uno de ellos permanecieron un instante en alto, sin descender sobre sus respectivos brazos. Parecía que se disponían a llevar a cabo unos arpegios especialmente definitivos, algo así como un atronador final de la melodía, cuando el autobús pegó una frenada seca que desplazó violentamente a los viajeros. En ese instante, y acaso forzados por el mismo movimiento, los dedos de ella quedaron trenzaron con los de él en el aire. Duró un instante largo la improvisación. Se miraron atónitos. Pero ninguno de los dos rompió la parálisis. Sospeché entonces que la electricidad se había cortado justamente en ese momento en el recinto secreto en que el chico y la chica ejecutaban el ejercicio. Yo me bajo aquí, dijeron por casualidad ambos al unísono.
Muy bien descrita la sincronicidad espacio-temporal de dos energías dentro adscritas dentro de un autobus y en las manos de un mal conductor, que pega demasiados frenazos. Beso.
ResponderEliminarUn mero divertimento, Emejota, pero me alegra lo valores. Y no es ajeno del todo a la realidad que uno presencia ordinariamente. Sobre todo si uno mira un poco más lejos de lo que tiene lugar (y se deja conducir por la imaginación)
ResponderEliminarGracias.
Lo vi todo, todo, como si se tratara de una película.
ResponderEliminarAh, qué bueno, Susan. Habrá que rodar más. La calle da para mucho, jaj.
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