lunes, 9 de mayo de 2011
Malena S. / 25
Pensar en lo que hay de dictadura en la actitud del padre y compararla con el Estado es inevitable. También a la inversa. Al menos lo ha sido para quienes crecimos en otro tiempo. Muchas veces he pensado que una se nutría de la otra. Difícil saber qué monstruo fue primero pero, como siempre sucede con cantidad de asuntos, se retroalimentaban mutuamente. El éxito del Estado residía en que si funcionaba el padre el Estado tendría menos trabajo. En las familias se cultivan siempre las primeras células totalitarias. Era así antes y sigue siendo, aun cuando ahora hayamos ganado en permisividad. O simplemente que las formas actuales de vida provocan que los padres ejerzan menos control sobre los hijos. Sobre todo si la institución Estado es menos protectora y no respalda como lo hacía antes, aun hipócritamente, a las familias. Si funcionaba el mecanismo corrector y limitativo en las familias, el Estado actuaba menos en el plano juvenil. Mitad de coste, mitad de desgaste de imagen. Por eso el Estado ponía tanto empeño en la enseñanza. Ésta y las familias se coordinaban al unísono; aún lo hacen pero hoy no es tan fácil sujetar esos flecos más sueltos y relajados. Hoy hay un interventor abierto y cruel que no requiere tanto las maquinarias de antaño. O las maneja a su antojo y de forma aleatoria. Es el mercado, con sus leyes inexorables resumidas en: o tienes o no tienes, o te vendes o no te compramos, o das lo que precisamos y al precio que queramos pagarte o te mueres de asco. Por lo menos van de frente. Los que vivimos en nuestra adolescencia la mano dura de la familia y no la aceptamos, dimos un paso al frente. Muchos no afrontamos aquella actitud rigurosa y cercenadora del núcleo de la tribu de manera directa. Los que lo hicieron se limitaron a romper moldes estéticos, a convertirse a modas nada comprometedoras y escuchar música estridente del momento. Otros representamos el papel de sumisos en casa y saltamos a dar la cara frente al Estado y frente al otro Estado que influía sobre éste. Era una manera de dinamitar también el núcleo duro de nuestras vidas. Y las familias se resintieron, naturalmente. Se sumergieron en la confusión y de nuevo en el temor. Todos perdimos, en cierto modo, aunque se nos vendan los cambios. Pero nunca se gana algo ni se avanza ni se llega a otras sensaciones sin alguna clase de desastre. Lo tengo claro. A pesar de todo el esfuerzo nunca logramos vivir sin dejarnos tocar antes o después por una larga mano oscura, antigua, fiscalizadora que representaba un único rostro. Y que, en cualquier momento, cuando crees que todo está superado, aparece desde el submundo de cada uno, como una serpiente venenosa que se abre paso entre las raíces del sotobosque.
Una mañana desperté y justo delante de mis ojos había una araña mucho más grande que esa, colgaba de un hilo y se mecía como si fuera un muñeco de goma. No sabía si moverme, chillar o aplastarla con mis manos, pero cuando la araña decidió acercarse a mi cara la aplasté y me quedé inmóvil, como el esqueleto que tenía entre mis manos...
ResponderEliminar... un desastre quizás...
Entonces vivía en el campo donde pasé la mayor parte de mi infancia.
Saludos.
Lou, como testimonio de infancia, es fascinante, y realista. Peo me hace pensar. ¿Te das cuenta de que no nos educaron precisamente en el significado de las vidas de otras especies? ¿De dónde provienen los miedos?
ResponderEliminar...¿aprendiste del desastre?...
Esa araña es la que teje por las noches mis relatos. Ella es mi negro, como dicen los literatos montados en el euro, y ya sin pudor. Jaj.
Dejémosla hacer. Un abrazo, vuelve cuando te plazca.