viernes, 11 de diciembre de 2009

Decimos


las imágenes de piedra, esas estatuas que se dispersan por cualquier jardín de nuestros sueños, esas representaciones cuya rigidez es una pose, una manera de hacer frente a las miradas que no pueden entender, ojos que no se acercan para no ser escrutados a su vez, huecos despoblados de luz, y desde ellas, desde los imperturbables volúmenes que asaltan el paseo por las sendas alejadas, se ve al otro en la distancia, es más, se utiliza la distancia para no permitir ser reconocido, pero la distancia siempre es una fronda en torno a la cual se da vueltas, y cuando crees que te has alejado estás en un punto próximo, o acaso comenzando nuevamente, o es que no te habías alejado y todo reside en las sensaciones que un cierto movimiento del aire, que una neblina que se aposenta sobre el verdín de la figura abandonada, que unas hojas secas que se acumulan junto a ella te hacen llegar a tus sentidos, y es que acaso ha dejado de permanecer en su ubicación, y que se ha movido imperceptiblemente, y que al dar nosotros la vuelta ella gira y se crece y sigue silenciosamente nuestros pasos, y nos hace creer que es una característica firme de las estatuas su irredenta parálisis, y nos transmiten que son inconmovibles como todo lo que no se acierta a ver con precisión y se esconde entre lo secundario, porque saben, ellas, las estatuas, que los hombres requieren de puntos de fijación, saben que los hombres confían más en lo aparente, lo prestan más atención, y aunque saben, ellos, los hombres, que siempre hay huellas más arraigadas, prefieren el despliegue del artificio, el pulso competitivo que practique un juego de engaño con el otro, y todo esto las estatuas lo saben, el ambiente de los sueños por el que ellas se deslizan es propicio a arrojar otra luz, pero los hombres piensan más bien que en esa atmósfera en que caen lo que prima es lo confuso, no saben comprender o no distinguen los planos que se desplazan allí dentro, entre esa descomposición de la vida ordinaria que tiene lugar cuando se rinden al límite de sus fuerzas, y ellas mientras continúan erigiéndose, proyectando sus brazos en direcciones que hay que interpretar, y no admiten coloquios, las estatuas no hablan como los hombres, pero lo dicen todo, y justo hay que estar atento para que su voz de roca profunda, desgastada por el tedio, erosionada por la imprudencia que acostumbran a observar en los hombres, pueda ser captada y aunque sea de un hilo tenue podamos averiguar su significado, su aviso

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