miércoles, 18 de noviembre de 2009
Reconquista
Hay ocasiones en que los ángeles caídos quieren elevarse de nuevo. La señal del Creador se lo prohíbe. Su orgullo les impide un gesto de contrición, que no les sería admitido. Y lo saben. Entonces se confunden con las ciénagas. Y escarban hasta horadar los cimientos de las viejas ciudades enterradas. Allí se transfiguran. Las capas de cantos rodados, de arcillas y de gredas los moldean. Paulatinamente, porque sepultados tras tantos años de oscuridad no tienen urgencias. Al menos saben muy bien que la eternidad también les pertenece. Una debilidad del Creador que les llena de gozo. Y mezclados con los ajuares de los enterrados en las necrópolis y arraigados entre los estratos de las casas de las culturas olvidadas se configuran en estatuas. Ellos tienen claro que su emersión es posible solamente por la intervención de la mano humana. La misma mano que mantiene el mito de Dios les hace revivir. Es una labor lenta. Pueden pasar siglos. El tiempo no cuenta para los ángeles caídos. Sólo su sed de venganza. O de reconocimiento. Cuanto más tarden los hombres de ahora en prospectar las ruinas más se moldearán ellos en esculturas hermosas, semejantes a las humanas. Venus, apolos, neptunos, matronas, próceres, caudillos, cristos, budas, las formas bajo las que se reencarnen no tienen importancia. Ellos necesitan sentirse piedra tallada o metal fundido para verse con rostro. Para palparse una anatomía. No ignoran que una vez sacados a la superficie tendrán sus altares. Nadie les molestará. Muchos les rendirán pleitesía. Cuanto más bellos sean, más serán reclamados. Cuanto más entidad tengan sus figuras, más expectación se generará en torno a ellos. Nada tienen que perder. Vienen del origen donde el Vencedor quedó huérfano. Pero ellos no le envidian ya. Sólo desean al hombre.
(Composición del ilustrador inglés David Mckean)
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