viernes, 10 de abril de 2009

Szymborsksa, los traductores y yo



No me cabe duda de la dificultad que implican las traducciones. Si resultan arduas en la prosa, imaginemos cómo tiene que ser entrar en mundos menos lineales y harto complejos como son los de la poesía. Mundos donde lo que menos se manifiestan son las palabras, a pesar de la apariencia, a pesar de ser intermediarias que marcan. Donde lo que se objetiviza es lo menos objetivo: los elementos naturales, las miradas, la fragilidad, lo hondo, la fugacidad, lo que se queda, los múltiples sonidos, los aromas, la quietud, el silencio, los colores imprecisos, la búsqueda, la hilación de las vidas dentro de la vida, el tránsito, las muertes, las resurrecciones, los espejos.

Los traductores Gerardo Beltrán y Abel A. Murcia Soriano, a los que debemos la versión española en la editorial Igitur de Instante, de Wislawa Szymborska, hacen jugosos comentarios al final del libro, que no me resisto a ignorarlos.

“¿Cómo, por ejemplo, traducir un instante en un instante, cómo en el instante preciso? ¿Cómo traducir la marcha de las nubes que pasan, si ni ellas ni su paso son siempre los mismos? ¿Qué hacer con los sueños para quedarnos dormidos y despertar de nuevo en aquel del que partimos? ¿Cómo invitar a las plantas a dejar de callar en otro idioma? ¿Cómo traducir la luz, las sombras, la mañana?

Cada poema es una casualidad inconcebible, un charco sin fondo, una existencia y, por ende, una infinidad de no existencias, futuro y recuerdo, una pequeña muerte y una bella viuda, u salto detenido, un breve equipaje de regreso, una señal, un baile, una pregunta; cada poema deja tras de sí su cierto todo, su cierto cien por ciento y una serie interminable de silencios, que también hay que traducir.

Y si el poeta es el residuo del silencio en las alturas, el traductor es el residuo del residuo, pero también un niño que tira del mantel cuando lo visita el alma del poeta para juntos convertirse en testigos -esta vez un poco más puntuales- de cómo lo alboreante, que no el alba, se convierte en matinal.

Como sea, no hay que hacerse demasiadas ilusiones: el poema traducido no es más que el negativo de una revelación y, en el mejor de los casos, el menor de los errores.”

Más claro y más sincero, no lo he escuchado jamás de boca de traductores.



(Fotografía de Boris Ignatovich)

2 comentarios:

  1. La traducción es siempre un fracaso, pero no nos engañemos, lo que dicen ambos traductores puede aplicarse al lenguaje en su conjunto: a la imposibilidad de designación en un mundo mudable, inaprehensible, en trance de continua metamorfosis. No es sólo el poema lo que no puede traducirse; basta una mera flor o un insecto para que nos situemos en el vértigo de esa imposibilidad. Cada átomo que fragua la invisible arquitectura del mundo denuncia nuestra impotencia.

    Altanero quien crea decir cuando todo es balbuceo.

    salve

    ResponderEliminar
  2. Lo curioso, y habría que ver hasta qué punto positivo, es que la traducción supone una reescritura. Una traducción ya no es jamás la obra original.

    Me gusta esa idea de que la traducción es siempre un fracaso. En ese sentido que dices se amplía el espacio traducción para la interpretación del mundo que nos rodea. Pero ése es el desafío del lenguaje verbal, por ejemplo. Cómo fijar de alguna manera lo cambiante, lo que no se toca, lo que no se sujeta, a un sistema de articulación admitido de nomenclaturas y reflejos que denominamos literatura.

    Pero tenemos que conformarnos o no con nuestros límites mientras no los ampliemos. Esto nos llevaría a discutir lejos el papel de nuevas tecnologías, etc.

    Dominas el tema, jardinero.

    ResponderEliminar