sábado, 18 de abril de 2009

Surcos



En tu total expansión, no estabas. Ni siquiera la respiración hacía que movieras levemente un músculo del rostro. Esa dispersión te alejaba de este mundo y también de ti mismo. Envuelto en arrugas tu cuerpo era un mero camuflaje. Alguien habló de ti y la conversación se deslizó por el pasillo, golpeando paredes y techos y filtrándose por las puertas abiertas. Su sonido llegó hasta tu orilla, desigual, inexacto, apagado. Porque al rebotar las palabras junto a tu lecho no estaban completas. Llegaban convertidas también en arrugas. Las palabras parecen llanas, vestidas de sentido, pero tienen sus pliegues y se acartonan. Entonces, cualquier modo poco delicado de tocarlas las parte. O cualquier ausencia. Tú te hallabas ausente de la casa. Tu cuerpo ocupaba el lugar acostumbrado, pero no estabas. Tenías recogidos los sentidos, y la flacidez de tus brazos y el abandono de tu cabeza y la lasitud de todo tu cuerpo y aquella sonrisa inhabitual y falta de energía te daban por muerto. Al día siguiente algún ocupante de la morada te va a preguntar con sorna dónde viajaste en tus sueños. Entonces, la conversación que llegó hasta ti y se manifestó como las aguas de un estanque volverá a recorrer el camino inverso. En su desasosiego imparable por encontrar un espacio donde ser atendidas, las palabras clamarán, saltarán histéricas, embadurnarán todo el perímetro interior de la vivienda. En su locura se mostrarán cada vez más graves, más prominentes, más agresivas. Huérfanas entre quien las emitió y quien no las reconoció, temerán su disolución definitiva. Al resistirse, arañarán el aire empobrecido y mohoso del interior. Avanzada la mañana, sorprendido por no aparecer a los deberes cotidianos, alguien llegará hasta tu dormitorio, abrirá los cuarterones de la ventana, dejará penetrar la luz y moverá las sábanas. De los surcos vacíos emanará tan solo el último olor deleitable de tu cuerpo, que nadie podrá palpar ya más.


(La fotografía es de Leo Matiz)

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