miércoles, 25 de marzo de 2009

Karl (Traslado, II)



Karl y yo no nos hemos llevado bien siempre. Incluso nuestros vínculos de ahora tienen cierta carga de apariencia. Es verdad que las últimas requisitorias judiciales para que abandonemos esta casa, y el traslado forzoso, nos han unido más. Nada como verse en dificultades para buscar aliados, podría decirse. Ni los títulos de propiedad ni la constatación de que nuestros antepasados han estado arraigados aquí desde generaciones han sido valedores ante el cerco inmobiliario desaprensivo. Jamás, ni siquiera cuando nuestras relaciones eran tensas, nos planteamos ambos el abandono de la finca. Para evitar que aquella constante fricción fraterna nos destrozara, o él o yo nos ausentábamos periódicamente. Un viaje reparador de nuestra tirantez, alguna aventura de pareja de unos meses con alguien que no estuviera en el área de influencia de nuestras manías, el retiro temporal a la villa de unos amigos en la Amalfitana para escribir, cualquier motivo de separación obraba saludablemente sobre Karl y sobre mi. Al reencontrarnos, la reconciliación estaba servida al menos por cierto tiempo. Armonía garantizada sobre todo si nuestros contactos eran escasos y cada uno hacía la vida que deseaba. A veces creo que todo viene de su funesta obsesión por tutelarme, ¿acaso sólo porque él es el mayor y yo soy mujer? Pero es demasiado simple el argumento, cuando ambos sabemos que hemos vivido lo nuestro, y se supone que las interferencias deberían quedar de lado. En realidad yo había viajado ya bastante por el mundo cuando él apenas se movía de la finca. Hace muchos años que no tenemos padres que nos condicionen. Y siempre he pensado que el proteccionismo de Karl era algo diferente a la vigilancia de una orfandad. Por supuesto, nunca he tenido dudas sobre los sentimientos ocultos de mi hermano hacia mi. Le he visto sufrir en silencio muchas veces, cuando me iba a estudiar a otro país, o cuando viví un tiempo con Marino en Roma. De esto hace tanto que me cuesta hasta recordar el estilo de aquel novio romano. Aunque ya se habían separado, nuestros padres vivían aún y no entendieron el verano melancólico en el que Karl parecía agonizar. Cuanto más le hablaban de mi vida en Roma más padecimiento soportaba el pobre Karl. Mi alejamiento repentino, casi impulsivo, de Marino, le devolvió a mi hermano una salud que iba extraviando irrevocablemente. Nuestra existencia se había configurado desde niños como un mapamundi de secretos y atracciones abstrusas que siempre nos preñaba de sospechas pero que jamás deseábamos alcanzar a revelar. No es extraño, por lo tanto, que un ligero descubrimiento, en apariencia, excitara tanto nuestra imaginación y pusiera de nuevo sobre nuestras vidas el papel del misterio. Un sello nos obligaba a preguntarnos cómo había llegado hasta allí. Nos impulsaba a ser cuidadosos y calmos por si había otras señales de arcanos desconocidos. Pero también nos ponía en contacto, nos convertía nuevamente en cómplices ante factores inesperados y ajenos. Nos remitía a una lejana y perdida connivencia en la que atracción y repulsión jugaban una carta arriesgada y, probablemente, a estas alturas, nada deseable.

2 comentarios:

  1. Un extraño desasosiego se apodera de mi. ¿Es el pudor intimo por leer sobre una realidad familiar singular? ¿Es por su relación con Karl? ¿Es él un avatar virtual literario? ¿Es real? ¿Y el anillo?..... Algo deja en mi que no agrada.

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  2. Puedes seguir haciendo preguntas, Aagonia, acaso me des pistas a mi también.

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