miércoles, 29 de octubre de 2008

Lo efímero (Monogatari, 17)


El pastor se ofrece generosamente a mostrarme las ruinas. Algunas de ellas apenas se adivinan, devoradas por lianas, raíces y grandes ramas que se incrustan en las piedras. La parte de la edificación construida con material de barro se ha ido descomponiendo, y de la madera de sus vigas y suelos no queda sino pequeños rastros negros adheridos a la piedra, efectos tal vez de un incendio. Las estancias más importantes se reconocen por los sillares cuadrangulares que permanecen como basamento de los muros. En algunas de ellas se advierten grabados geométricos, mallas que tejen el universo, dragones que agitan sus cabezas bicéfalas, flores que emanan desde un punto central hasta divergir en todas las direcciones. Interpretar estos grabados a la luz de nuestro entendimiento no es fácil. No obstante, el pastor, en su tedio, ve configuraciones que le divierten. Resuelve los enigmas a su antojo. La vegetación es tan abundante que cuesta comprender la disposición de lo que fue el antiguo santuario de Fuji Tanaka. Se percibe una fragancia que proviene de variedades de flores y plantas que no había visto jamás y para las cuales el adolescente se ha inventado nombres según le sugieran las formas o las asociaciones de su mente o de sus sueños: ojos de gato, cabellos dorados, flor de la vida, tierna pastora... El joven relata lo visible y lo invisible a su manera, lo mezcla y lo funde al albur de su capricho, ubicando ámbitos y espacios según su ocurrencia, la dimensión o el estado de las ruinas. Es evidente que el chico dispone de todo el tiempo del universo para mirar y para inventarse otras miradas que para sí mismo resultan acertadas e ingeniosas. No está claro que todo aquel solar derrumbado y absorbido por la naturaleza sea lo que queda de Fuji Tanaka. Algunos viajeros dados a consignar los temas del pasado dudan incluso de su existencia. Una minoría de gente letrada que mencionó la ciudad perdida en sus crónicas se muestra incrédula y llega a considerar un mito su existencia. De Fuji Tanaka se decía que era un santuario donde ingresaban niñas de la región para iniciarlas en el arte de la sexualidad sagrada. Según la leyenda, el objeto era ofrendarse con su cuerpo y sus cuidados al culto a la divinidad antigua que se veneraba por estas tierras, mucho antes de que las nuevas creencias procedentes del continente llegaran hasta las islas. Cuando le hablo al pastor de esta leyenda, se ensimisma y permanece serio. No entiende por qué las niñas tendrían que ser sometidas a algo tan esclavo y confuso para toda su vida, aunque no les faltase de nada. Es como si sospechara, él, que es un niño poco ilustrado pero que se halla marcado por la dureza de la vida y de sus elementos, que esa especie de recolección de mujeres jóvenes fuera una excusa para otros fines. No quise en ese momento abundar en más detalles, así que me dejé llevar por el recorrido a través del recinto asilvestrado. La dimensión de las ruinas es también el reflejo de la dimensión de lo construido. No sólo es la huella de lo desaparecido, sino de alguna manera la herencia permanente, la ratificación de una obra hecha para durar una eternidad que nunca es tal. A veces el viajero se pregunta si las ruinas pueden ser más hermosas que la edificación inicial. Nunca sabremos cómo refulgieron las edificaciones levantadas, aunque se hayan conservado planos, grabados o recuerdos de caminantes. No siempre lo visible es lo real. No siempre la percepción es compartida. No siempre lo soñado es lo tangible. Tenemos los testimonios de los cronistas, los rollos de pintura que tratan de conservar representaciones lejanas, y muchos comentarios escritos en documentos comerciales o en licencias. Aunque el viajero, cuando se da de bruces con los lugares abandonados, siempre se pregunta cómo aconteció su ocaso. Fácil es resumir una vida transitoria en tópicos, concluir en las consabidas frases de consolación. La vejez, el paso del tiempo, el abandono, la desidia de sus ciudadanos, las invasiones, los desplazamientos de la tierra, los terremotos. Claro que todo esto son factores. Pero siempre hay una duda. ¿Se perdieron conscientemente las ciudades? ¿Se dejaron perder? ¿Sucumbieron por negligencia de sus moradores? ¿Fueron los invasores más fuertes que los poderes que gobernaban las ciudades? Ciertamente hay urbes que han sobrevivido unas sobre otras, unas dentro de otras a lo largo de siglos. Ciudades que se desconocen pero que se entrañan a varios palmos sobre y bajo tierra. Ciudades que conviven entre el anonimato del pasado y el fragor del día a día. El viajero mira lo que queda, y lo que permanece, aun mermado, aun derruido, resulta ser siempre la huella de lo grande. Los santuarios, los palacios, los edificios de gobierno. Es verdad que sin ellos poco sabríamos de las culturas del pasado. Pero uno medita que eso no podía ser toda la vida de una ciudad o de una comarca, y que la gente sencilla tendría que vivir de otras maneras más borradas todavía. Que más allá de los símbolos sagrados, y del poder, y de la administración de los pueblos había una vida visible y numerosa pero sobre la que se sabe menos. Cuando el caminante da con estas ciudades de ruina que fueron grandes la atmósfera casi le hace creer que los pobladores no las habitaron jamás. Como si sus chozas y sus herramientas y sus caminos fueran lo más imperdurable de lo efimero. Como si a la señal de silencio se disolvieran ambiciones, fracasos y resignaciones. Huellas de lo imperceptible. Y el haiku deja su eco...

Lo grande finge
lo humilde no habla
todo es mudez.

(Pintura de Kame Tokei)

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