jueves, 9 de octubre de 2008

La posada (Monogatari, 7)


Pero las sendas no son cómodas. Para quien se desplace atraído por la naturaleza, alentado por la fuga u obsesionado por la búsqueda de lo inasible, los vericuetos, las encrucijadas y los desniveles pueden parecer aceptables. No le urge la prisa en llegar a destino alguno ni le distraen los accidentes del terreno. Para quien viaja con un objetivo apresurado, limitado en el calendario o apremiado por urgencias del cuerpo, tal como cerrar un negocio, recurrir a un médico, ir al mercado, buscar una comadrona en la aldea próxima o mudarse a otra población, los caminos no son de fácil tránsito. Las lluvias que forman barrizales, el matorral bajo que invade las sendas o el desprendimiento de rocas pueden entorpecer el paso de los transeúntes. Cualquier incidencia supone demora no sólo de horas, sino incluso de días. Bajar hasta el valle oculto de Tanarai implica cierta inseguridad. La dispersión de las aldeas no ayuda a sentirse orientado. El viajero se halla al albur de un mendigo o de un carretero, y eso si tiene la suerte de encontrarse con alguno de ellos. También hay gentes que no obran de buena fe. Más de una situación he vivido en que al preguntar por un lugar determinado me han dado equivocadamente las señas. Pero esto sirve también para llevar con paciencia los avatares y los incidentes imprevistos. Cuando me desplazo no camino con la idea de que voy a encontrar dificultades. Si éstas llegan, trato de asimilarlas como una manifestación de contraste de los elementos, ya sean naturales o humanos. No ando con obsesiones ni angustias. Procuro dejar de lado cualquier pensamiento que turbe mi tranquilidad. ¿Qué puede sucederme? ¿Que tenga que acoplarme a una oquedad si llega la lluvia torrencial? ¿Que mis pantalones pesen más por el barro? ¿Que tenga que desviarme de la senda porque unos troncos la bloquean? ¿Que me vea obligado a apartar unas brozas que han crecido más de la cuenta y ocultan las huellas de los caminantes que me toman la delantera? ¿Que me esfuerce en imaginar el trazado de las rodaduras de los carromatos sobre las lespedezas? ¿Que haga por estar airoso y convincente ante un asaltador de caminos, de los que todavía quedan tras la última contienda? Estas incidencias son en sí mismo el camino, no son algo que se opone a él. Una ruta sin novedades, sin hallazgos, sin azar sería un paseo procesional. Y por otra parte, ¿debería el viajero olvidar la parte gratificadora del recorrido? Los encuentros con gentes y comunidades dispares, la visión de templos ruinosos engullidos por el arbolado desmesurado, la perspectiva de todas las geometrías en cada profundidad de los valles y las elevaciones, impensables tras un pupitre, el abanico de tonalidades que trazan un círculo desbordante entre todos los niveles del cielo y de la tierra, las ciudades del progreso y los hábitat del abandono, las sonrisas de los niños y las miradas tristes pero agradecidas de los ancianos de las aldeas. Jamás pretendo llegar a ninguna parte definitiva. Cualquier lugar a donde me proponga dirigirme no es sino parte de ese recorrido. Es probable que a veces me sienta tentado a detenerme un tiempo, e incluso a instalarme de manera permanente, en algún espacio que me ha deslumbrado especialmente. O porque me hallaba excesivamente cansado. Pero no ha pasado de ser una tentación. Estaba en estos pensamientos cuando el atardecer se precipitó y no sabía muy bien dónde me hallaba. Es probable que no hubiera llegado hasta el desnivel donde propiamente empieza el valle de Tanarai, pero la merma de claridad me aconsejaba buscar algún paraje donde refugiarme. La fortuna quiso que la oscilación lejana de la luz de un candil me pusiera sobre aviso de la existencia de alguna cabaña en las proximidades. Me dirigí hacia aquel punto y pronto descubrí que se trataba de una posada. Era humilde, aparentemente poco acogedora. El cañizo que hacía de tejado no se mostraba muy entero. La puerta estaba desvencijada. Al acercarme escuché unas risas femeninas. Estoy acostumbrado a escuchar todo tipo de tonos: órdenes, gritos vociferantes, llantos enloquecidos, pero aquellas risas que acompañaban a una conversación en tono bajo me llamaron la atención. Dentro del chamizo había una luz muy tenue, emanando desde dos candiles colocados en los extremos de la taberna. Un hombre tras la barra, al que le faltaban varios dedos de la mano, y tres mujeres sentadas alrededor de él confirmaban que se dedicaban a mantener una animada tertulia. Todos callaron cuando entré; me miraron y se pusieron en guardia. El hombre no puso ninguna objeción a que me quedara a dormir, había tres habitaciones y ninguna estaba ocupada, me dijo. Yo manifesté mi deseo de cenar algo frugal y eso alentó la ironía del posadero, puesto que, según comentó, no disponía desde hacía tiempo de ninguna cocinera y eso, así habló, que habían pasado muchas por su elegante pensión. Tal comentario provocó la hilaridad de las mujeres. Cuando percibo ciertos sarcasmos, rehuyo la situación. Me limité a permanecer callado, me senté en un rincón y eché mano, para engañar el apetito, de algunas reservas que llevaba en mi morral. Cuando el grupo vio que yo me aislaba en mi intimidad, siguieron entre ellos hablando de cosas intrascendentes, aunque, eso sí en un tono bastante más bajo, y se olvidaron de mi presencia. Sé que la hora nocturna no es la mejor para ejercitar lectura alguna, pero no puedo nunca evitar leer algún pasaje del Genji Monogatari o del Libro de los tanka o de los Cuentos de antaño, ya que me estimula el pensamiento, calma mis ansiedades y me aporta una sensación de apartamiento de la necedad. Así que me dirigí a las mujeres para preguntarles si podía llevarme un candil hasta mi rincón. Me sorprendió que la mujer más joven de las tres, la que poseía un rostro más natural y menos artificioso, se prestara ella misma a traerme el candil y prenderlo. Si lees así, perderás tus ojos, me dijo. Es posible, tienes razón. Pero si no leo, perderé mi tiempo, le respondí. Entonces se sentó junto a mi y, para mi perplejidad, me pidió que le recitara un poema. Pero yo extraje de mi propia cosecha una dedicatoria:

Me pides haiku,
cómo negar el placer
de las palabras.


(Pintura de Tsukioka Yoshithoshi)

6 comentarios:

  1. Larga vida, Fackel, esta serie, como la de los haikus, es un hito en la historia de tu blog.

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  2. Como dirían en un lugar de la memoria, "Qué bello platica usted". M.J.

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  3. Stalker, ¿un hito? Te juro que no sé qué marca. Yo sólo ando el camino...de la ocurrencia.

    Anónimo de iniciales ignotas: su argentinismo me mata. Si me lo tomo en serio me exigiré más y eso resultará terrible para mis noches y su menguado descanso.

    Buenas noches a ambos. (Hoy no platicaré, leo cosas atrapadoras escondidas en un libro que ha caído en mis manos esta tarde, y me han robado la palabra)

    Sueñen.

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  4. Las iniciales no son tan ignotas, supongo que estaría usted cansado y por eso no las vio. MJ son las letras que inician mi nombre; AD don las iniciales que en alguna ocasión ha tomado usted para referirse a mí. Hace días le pregunté desde otro lugar: Ella lo ocupa todo ¿No crees? Su respuesta fue tan sencilla como emotiva.
    Precisamente conmigo (muy distante del verbo hablado y escrito) no hace falta para nada que se exija más y descanse menos. El sueño y el descanso son sagrados.
    ¿Qué libro será ese de palabras arrebatadoras que le roban las suyas?

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  5. Qué torpe fui, MJ/AD, o no.

    ¿El libro que me enajena desde ayer? Un libro que lleva una cita introductoria de Juan Sebastian Bach que dice:

    "Las disonancias son tanto más fuertes cuanto más cerca están de la armonía". Aunque supongo que es una interpretación sobre la música, el autor del libro la toma para sus músicas particulares. Ya la cita en sí misma me pareció genial.

    Buen día tenga, para mi cubierto y apocado de luz exterior, que pretendo afrontar con mi reserva propia, y con la que me llega de otra parte y me ocupa.

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