jueves, 23 de octubre de 2008
La fiel (Monogatari, 15)
Era como si las ramas se movieran, pero no era por el viento. Como si las nubes oscurecieran el cielo para inmediatamente después destaparlo, pero tampoco era el celaje. Como sombras chinescas que generaran mil rostros sobre el talud de la montaña, pero cuyas manos ocultas no las mueve nadie. Y llegaban extraños sonidos que se filtraban desde las copas de los árboles hasta aderezarse con el barro del camino. Siseo de sedas arrastrándose, agitaciones de colores, vuelos y caídas desplegándose sobre la cabeza del viajero. Había pasado la noche protegiéndome de la lluvia bajo el saliente de una roca. Llevaba despierto desde antes del alba, cuya ceremonia presencié atónito y encantado un día más. Nunca se cansa uno de contemplar el fino trazo luminoso que lejos, en algún lugar desconocido de más allá de los mares orientales, se va pergeñando tenue al principio, montaraz después, afirmado más tarde.
Ligera raya
salpicando de luces
pares el día.
La abundancia de hierba y la hojarasca depositada sobre ella formaba un tapiz contrastado de tonos y texturas. Y fue ahí donde la danza hecha figura se manifestó. Y una sombra aparecida de pronto se dejó caer, se dejó sentir, se movió sin ruidos ni palabras ni aspavientos. Fue puro aroma. Dijo llamarse Kita Dako. Y que su misión era entretener a los viandantes que se habían aventurado a extraviarse en aquel bosque. Porque no otra cosa era caminar por el bosque sino pérdida, silencio, soledad. Eso dijo. Ella misma había llegado allí procedente de la ciudad sagrada de Karan. Yo nunca había oído nombrar tal ciudad y desconocía que en el paisaje sagrado de ciudades y templos hubiera algún lugar con tal nombre. Pero uno nunca conoce demasiado y tiene que creer a los personajes con los que se encuentra en las sendas. O al menos escucharles. Kita Dako dijo que había empezado muy joven en la representación. Cuando apenas tenía claro si su capacidad mímica y sus facultades para producir burla y su agilidad para moverse eran algo más. Aunque ella siempre creyó, eso dijo, que lo suyo era arte. Y que se manifestaba, y que ponía en marcha un mundo para que trascendiera el propio, y que disfrutaba en él. Era como desdoblarme, afirmó, como sentirme dos veces mujer, dos veces huída, dos veces Kita Dako. ¿Por qué huída? Porque a diferencia de otras principiantes que aceptaban de buen grado la solicitud y las propuestas lascivas de los hombres ella se negaba. Ella se depositaba entera en el arte, aunque al principio el estilo fuera burdo, poco elaborado y se la identificase con el papel de las demás mujeres. Lo fácil era improvisar, abandonarse al griterío o a los aplausos de los hombres, entregarse después a ellos. Kabuki, como lo llamaron más tarde, era todo el sentido de mi misma, eso dijo. Y dijo más, dijo que se mantuvo fiel a él. Que profundizó en cuanto percibía necesario. Que inventó maneras de deslizarse, que ejercitó sus extremidades para poder realizar mejor los saltos, que ensayó continuamente formas de gesticulación. No fue comprendida por sus propias compañeras, ni los hombres le trataron bien debido al desdén que manifestó hacia ellos, incluso difundieron bulos sobre ella en lo tocante a su identidad sexual. Kita Dako calla y toma posesión del espacio, alza los brazos, gira la cabeza a un lado y otro lentamente, luego la cimbrea, se desplaza sobre sus pies con una carrerilla que va produciendo sonidos de cascabel sobre las hojas muertas. No están allí, pero escucho los tambores que hacen coro, el sanshin dulce y armónico que lleva y trae los paisajes olvidados. No suenan, y sin embargo llegan hasta mi. Mientras, Kita Dako se embriaga en sus propios vapores. Y me empuja a la representación.
Mujer de danza,
bailas para viajeros
y los arrastras.
(Pintura de Torii Kiyomitsu)
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