La tosquedad del viejo llamador abandonado a su suerte queda atrás. Incuria, desuso, postergación. Pero ¿es otra cosa esta mano de bronce abrillantada? Sorprende su coquetería, su donaire, el estilo refinado...Una mano solícita de ida y vuelta, surgiendo de la puerta para retornar delicadamente a ella...unos dedos afinados, una palma alargada y elegante que dan ganas de besar, la insinuación de una muñeca emergiendo de su correspondiente manga de seda...Demasiada sofisticación para ser real su cometido. ¿Quién osaría alzar bruscamente esa mano y golpearla con contundencia sobre la puerta? Los rayos del sol revisten de pedrería sus falanges. Y sin embargo hay algo de melancolía y abandono en esa manera afectada de sujetar la bola, los dedos ejercitando una flotación desairada, encarnando el vuelo de una entrega presta al primer visitante. ¿No dan ganas de tomar la mano y acariciarla? ¿De entreabrir sus dedos, de sentirlos entre los dedos del humano y dejarse aprisionar por la frialdad del metal? Tanto amaneramiento despista al visitante. ¿Se habrá concebido precisamente para eso, para distraer, para bajar los humos, para mantener las diferencias? ¿Pretende dar una imagen de lo que espera tras la puerta noble? Pero su función ¿es distinta a la del llamador humilde? Esta representación aristocrática, ¿posee más nobleza que el anterior, sólo porque se la ha rescatado de una rehabilitación integral del edificio? Un triunfo de la apariencia. Mas el llamador femenino se sabe ausente. Y la ausencia pesa onerosamente ¿Vanidad de vanidades...?
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