sábado, 15 de marzo de 2008

La estatua oceánica


Al extraerte del océano, te elevas. Te sacudes la sal, te desprendes del ropaje de las algas. La apariencia de rigidez no te libera totalmente de los siglos de inmersión en el olvido. Nadie había hablado de ti. Nadie supo antes de tu existencia. Nadie supo relatar tu origen ni tu misión. Los descubridores de la diosa discuten ahora dónde te ubicarán. ¿Acaso en una sala de museo cuyo lucernario acaricie con sol tus días y mime con la blancura cambiante de la luna tus noches? ¿A la entrada de un gran pórtico que alguna de las instituciones de los hombres te brinde? ¿En lo más elevado de una cima desde donde se divise todo el país? ¿En aquella rada, frente al mar de los antiguos viajeros, a la espera de un Ulises que desvíe su ruta motivado por tu presencia casual? ¿En la encrucijada de una galería comercial, paradigma de estos tiempos de exceso y decadencia? ¿Al borde de las llanuras donde el horizonte pierde su noción de tiempo y de espacialidad? ¿Presidiendo el tímpano del inefable palacio de las Leyes? ¿Sobre la cúpula de plata del Gran Teatro de la Música? ¿Rematando la torre de un santuario de dioses desconocidos? Los caracteres que los dedos registran sobre la pizarra de tu piel hablan en lejanos alfabetos. ¿O se trata de pentagramas a punto de escribir las letras desde las que invocar un himno a lo inconmensurable? Resuena entonces irónico y místico aquel aforismo de Cioran:

¿Poseeré la suficiente música dentro de mí como para no desaparecer jamás? Hay adagios tras los que no puede uno ya pudrirse.


(Mona Khun fotografió)

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