martes, 13 de noviembre de 2007

La presa


La presa estaba detrás. Tras un repecho que resultaba engañoso, porque después había todavía un trecho y no se ofrecía a la vista. Había que atravesar una era de cebada y justo donde ésta se cortaba repentinamente, al borde de un talud puntiagudo, tenías de pronto la vista del estanque. A mi me resultaba sorprendente que el río se alterara de repente, conteniendo la corriente de agua, trasuntándose a continuación en un flujo menudo y frágil que debía servir para administrar el regadío. Si uno seguía su curso en dirección al origen todo eran juncales densos y elevados. Más allá, las riberas difuminaban la vegetación, empujadas y mermadas por los derrubios de las laderas pedregosas. Pero a partir de la presa era como si naciera otro río. El agua escurría lenta por la pared diagonal y resbaladiza hasta convertir la parte inferior en una charca de agua casi inmóvil y cubierta de verdín, que transcurría inadvertidamente. A mi la obra me parecía faraónica, si bien a los ojos de un adulto aquello fuera tan solo una arquitectura fluvial de andar por casa. Era habitual en verano ir a la presa. Concurríamos un tropel de chicos, donde los mayores hacían alarde de sus dotes de nadadores. Y eso que no estaba permitido bañarse. No sé si por razones de peligrosidad o de que la presa no era una piscina, el guarda solía presentarse cuando menos te lo esperabas con su bicicleta y su flamante uniforme de los rústicos. No era lo usual. El guarda frecuentaba la casa innombrable, aquella que estaba separada del pueblo y sobre la que nuestros padres nos avisaban de que nos mantuviéramos apartados. Eso le mantenía ocupado, por lo que no era fácil que sus rutas se cumplieran a rajatabla. Los más pequeños nos quedábamos por los ribazos recogiendo endrinas y zarzamoras, o interfiriendo el crecimiento de las crías de las ranas. Que mi padre me llevara de la mano era excepcional. Él casi nunca vivía con nosotros. Siempre de aquí para allá, empleado en un lejano ferrocarril que debía de estar extendiéndose por todas partes menos por nuestra tierra. Cuando venía se dedicaba por completo a mi. Digo por completo porque, aunque se viera a ratos con mi madre y comiéramos todos juntos y por las noches nos reuniéramos con mis tíos en una animada tertulia a la puerta de la casa, él se alojaba en una estancia del piso superior y que yo sepa ni él iba a buscar a mi madre ni mi madre hacía el menor esfuerzo por recurrir a él. Mi madre hacía todo lo posible porque nos sintiéramos próximos cuando él aparecía. Él hablaba de los últimos viajes, de las obras que llevaba a cabo la compañía para la que trabajaba, de las ciudades y pueblos que iba conociendo. Mi madre era parca en palabras, se limitaba a escuchar y a veces a sonreír, pero no solía intervenir demasiado. Era como si no quisiera saber nada de la vida que su marido llevara. Aceptaba que mi padre viniera de vez en cuando porque un hijo tiene que ver a su padre, solía decir, siquiera para que no se olvide ni él ni los vecinos que es su padre. Así que en cuanto mi padre aparecía yo me sentía otro, dejaba a los amigos, me olvidaba de los juegos y me entregaba a su presencia añorada. Hace tanto tiempo ya. Cuando todo quedó eclipsado en la memoria difusa, cuando todo ha pasado como si nunca hubiera tenido lugar, ciertos recuerdos perturban. Volver a un paraje de infancia, si es que queda, se convierte en un pálpito. Me senté y escuché.

5 comentarios:

  1. me he acordado de la frase de Antonio Vega: "ojala me condenaras a la niñez!"

    Buenas noches
    Olvido

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  2. La niñez es una larga y dulce condena. Y como tal, se arrastra.

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  3. ¿Qué habrá en la vida del adulto que, a la vez que le obliga a enterrar al niño que lleva dentro, le hace añorar la vida del niño que fue?
    Es triste, y más si pensamos que la especie humana es la única en la que los adultos consevan la capacidad de juego de los cachorros, y por eso mantienen íntegra la capacidad de aprender a lo largo de su vida...

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  4. Hay un continuum, Lagave, un seguir-siendo-sin-dejar-de ser-del-todo-lo-que-fuimos, tal vez. Esa vinculación con el pasado nos protege de la incertidumbre de lo que está por venir. Muy interesante lo que dices, entiendo que la capacidad de aprendizaje permanente de los seres humanos tiene siempre algo de lúdico. Pero no veas tristeza en lo que no es sino la idiosincrasia profunda. Gocémosla, ¿no crees?

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  5. Yo no estoy tan segura de eso Lagave. Mi amiga Miglena tiene dos gatos, Alexa y Fani, que tienen 8 anhos y los he visto jugar muchas veces como cachorros. Claro que lo mismo es casualidad.

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