Emergente y erecta no niega el resto del alfabeto. Tan sólo es la avanzadilla de sus hermanas. En el principio fue un signo leve, no menos trazo, no menos significado, no menos complejidad. Probablemente a la vez fue un símbolo total en sí misma. La síntesis de intenciones, el destello de la concreción en las reglas de juego que iban pergeñando las tribus sedentarias que acabaron por establecerse y, sobre todo, la necesidad. Un balbuceo. Afinaba las primeras equivalencias entre lo que se decía y como se representaba. Iniciaba el origen de las letras y mostraba el camino. Luego capitaneó un orden vehicular. No era ni la primera en valor ni la más imprescindible. O acaso sí. Las iconografías de las culturas occidentales veían en ella también el origen de la vida. La religión, el origen de la Verdad. Incluso hay quienes ven el alfabeto con ojos de recreación estética, y hasta quienes abren las puertas de su visualización a una interpretación de culto y a una recreación casi erótica. Pero eso es entrar en el terreno de las metáforas y de las representaciones ideológicas. La publicidad sabe mucho de ello y ha llevado hasta las últimas consecuencias la exhibición desmesurada y hasta agobiante de las letras. Pero ya antes, hace siglos, desde las viejas pero modernas culturas, se fueron diseñando formas, enlazando curvas y líneas rectas, dando vueltas y proyecciones a cada palote, a cada rasgo, a cada sinuosidad. La entrega de persistentes e imaginativos diseñadores cuyos nombres no siempre son recordados. Alef, Alfa, A ... simplemente, el edificio poderoso aparece de pronto entre el desierto de las ideas de calado y el bullicio de la repetición vacua. Como Venus naciendo. Dan ganas de adorarla. Como contrapunto al becerro de oro y de los falsos profetas. A riesgo de no ser comprendidos.
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