jueves, 28 de junio de 2007

El cuaderno blanco


(Variaciones XXIV)


La mujer se ha sentado de mala manera ante el pupitre. Un viejo recuerdo de la escuela donde sus padres, maestros en un pueblo perdido del país más interior, la hicieron una alumna más. Coge un cuaderno no demasiado viejo. El cuaderno tiene las hojas sin rayar. Toma un bolígrafo que hace juguetear entre sus dedos. Este cuaderno es como uno de aquellos ya olvidados. Un significado. La impronta de una excepción que hicieron con ella. La disciplina sólida de una infancia de la que ella no quiere ser consecuente hoy. Precisamente porque sabe que la tiene interiorizada, porque no puede librarse fácilmente de ella. Siempre se ha preguntado por qué. Mientras todos los niños escribían sobre líneas, para mantener un equilibrio que no siempre era fácil, a ella su padre la inducía a hacerlo sobre cuadernos con páginas blancas. Sin sujeción, sin carriles, sin dirección clara. Sólo unos márgenes y el empeño del padre. Entonces fue la desesperación, la diferencia, el salto al vacío. ¿Qué extraña manía por el apresuramiento incubaba con esta práctica su padre sobre ella? ¿Alojar en su mente una idea obsesiva del orden? ¿Implantarla un sentido casi enfermizo del rigor y de la exigencia formal? ¿Qué fijaciones mantenían perturbado de alguna manera a aquel hombre para exigirle a ella lo que no exigía a los demás alumnos? En todo lo demás, su padre era casi enteramente condescendiente. Cierto que ella olvidaba con frecuencia la extraña imposición sobre las reglas de la caligrafía. Sobre todo cuando su padre le contaba en los atardeceres cálidos las viejas aventuras de su recorrido por el mundo. Mucho antes de ir a morir en vida en un pueblo profundo y casi inexistente. Y cuando le leía a Verne, cuya recitación de El hombre invisible la enervaba y la llevaba a fantasear. La infancia está dotada de una poderosa facultad para olvidar el instante, aunque tal vez no para perdonar. Por eso es importante generar personajes propios, al hilo de los que los escritores hubieran podido crear en sus ensoñaciones. Ella reencarnó a su manera el hombre invisible, nunca supo bien si porque le parecía que el don de la invisibilidad tenía una alta potencia, o porque le permitía hacer justicia más allá de las leyes y las influencias de los humanos. Esa seducción por el arte de la existencia oculta suponía para ella una manera de vengarse del agravio, no solamente del que su padre cometía con ella, sino de aquellos otros que ella iba percibiendo que se estaban inflingiendo con sus padres. No sabía por qué su familia no podía salir nunca de aquel territorio áspero y escasamente comunicado. Ni por qué recibían periódicas visitas de un personaje oscuro que les hacía firmar un papel y que apenas intercambiaba unas palabras con ellos. Recuerda que cada vez que aquel individuo llegaba en un citroen negro, acompañado con otro señor con correajes y botas, sus padres pasaban unos días con insomnio y escasa comunicación. Mientras se queda absorta en lejanas memorias, ha dejado el bolígrafo. Se ha puesto a hojear las páginas escritas anteriormente en el cuaderno: una letra salvaje, unas líneas forzadamente inclinadas, unos apuntes desordenados. Se sabe en un gesto por deshacer lo que no va a poder quitarse. Al menos, no del todo. Se contempla los dedos, comprueba la redondez del arco de las uñas, se doma los padrastros. Quiere ponerse a escribir.


(Paul Delvaux ilustra)

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