lunes, 5 de marzo de 2007

Gertrud



Se ha levantado temprano. El frescor de la madrugada la ha llevado al bosque de hayas. Se respira bien y las luces empiezan a atravesar los ramajes. Al volver, pasa por la granja de los Oluffsen y se encuentra con Gertrud, que viene del establo. La señora Gertrud tampoco es del lugar. Llegó con su marido hace más de treinta años desde tierras mucho más al Norte, pero ahora vive sola. Ya no recuerda qué leva se llevó a Olaf, como tampoco supo muy bien a qué guerra fue. Nunca la dijeron que había muerto. Nunca regresó. Jamás la compensaron. Las monarquías de todas las naciones envueltas en sus peleas no tiene por costumbre acordarse de los desaparecidos, satiriza con rabia. Las esposas, por supuesto, como si no existieran tampoco para las instituciones. Ya ves los gobiernos para que están, te dejan sin marido y luego no dan la cara, le comenta Gertrud. Al principio de su desgracia Gertrud se sintió desconcertada, después se alborotó estérilmente con todos los señores de la guerra y con los mercaderes de la paz, pero finalmente aguantó el tirón. O vives o te aburres, suele decir Gertrud irónicamente. La esposa del pintor tiene gran aprecio por la mujer de la granja. Ésta se ofreció con generosidad desde el primer momento en que conoció a la joven que venía de la costa y, aunque no se encuentran todos los días, ha surgido entre ellas una colaboración sincera y una complicidad entrañable y necesitada recíprocamente. Ella se siente agradecida por el apoyo de Gertrud y Gertrud se siente entusiasmada cuando va a visitarla, y sobre todo cuando la lee fragmentos de esos libros misteriosos que tienes siempre entre las manos, suele decirla. ¿Por qué dices misteriosos? la pregunta ella entonces. Porque hablan de mundos y de cosas que nunca pensé que existieran y lo dicen además como si lo supieran todo, como si alguien que está fuera de los hombres y de las mujeres que viven esas historias les conocieran mejor que ellos mismos; no sé, no creo que esté Dios detrás, Dios nunca ha estado detrás de nada, supongo, porque si no hubiera organizado las cosas de otra manera, y ya ves lo que nos ha tocado a muchas, pero quien se inventa todo eso que me lees debe ser casi como él. Así que para Gertrud las novelas son misterios, piensa ella, y labor de un coloso, y la impele: Después de todo lo que te sucedió, aquella guerra sin causa, la partida del marido sin poder replicar, su ausencia definitiva sin obtener explicaciones, tener que enfrentarte con la soledad y arreglártelas para ganarte la vida, después de esta historia en carne viva ¿te admiran los misterios inventados de los libros? Gertrud se ríe exhibiendo sus enormes dientes y los pómulos rosáceos se le hinchan divertidos; sabe hacer encorajinarse a la joven esposa del pintor. Luego, se queda seria, huída de sí, y la mira tiernamente a los ojos. Es que, ¿sabes?, me emocionan las historias que me lees porque me hacen sentirme menos desgraciada. Ella enmudece. Piensa entonces en el enigma que arrastra la mujer de la granja que, aunque acontecido mucho tiempo atrás, no ha olvidado. Y en que aquellos acontecimientos que suceden de pronto y que nunca se explican son los que más persiguen la memoria turbada de los hombres. Y se le ocurre que acaso su marido pueda desaparecer en cualquier momento; un reclutamiento obligado puede llegar a los rincones más apartados del país. Le viene a la cabeza el retrato en sepia de la mujer desconocida. Se imagina que puede no verle más, así, de pronto. No estar ya en casa cuando ella vuelva de un paseo o de la granja de Gertrud. Sin razón ni despedida alguna. Incluso sin concluir el retrato secreto.



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