miércoles, 3 de enero de 2007
Sepharad
La vida de las sociedades -otros dirán pueblos, naciones o incluso tribus- está repleta de acontecimientos. Es lógico. Nada más lejos de suponer que el ámbito plural en el que vivimos es algo fijo, rígido o seguro. Los acontecimientos en este sentido nunca son por lo tanto nada indiscutible. Se mueven, se agitan, evolucionan, se retrotraen, explotan. Y tienen tal dimensión polifacética que no puedes permanecer al margen de ellos y no sentirte atraído o repelido por ellos. No es de ahora. Pero lo que caracteriza a nuestros tiempos es la abundancia y la vertiginosidad. De qué manera se producen situaciones cambiantes y a qué ritmo trepidante. Ejemplo característico es cómo la noticia periodística se ve desbordada no sólo en una línea cuantitativa -por la sucesión desmesurada de hechos- sino en la propia naturaleza de valor de los acontecimientos, no siempre captada con sabiduría y perspicacia por los profesionales de la información o de la política. Y el enredo. Hay momentos en que cunde una sensación de extravío -concepto diferente al de pérdida- en la telaraña (recordando al poeta: España fina tela de araña, braña y pipirigaña, etc.) de las complejas relaciones sociales, o al menos en alguno de sus ángulos. La bronca política en el que vive este país nuestro -no fácil de resolver culpando a tirios y troyanos por las buenas- se complica cuando la muerte por mano de los irredentos y crueles salvadores de patrias perdidas hace acto de presencia. Y se vuelve maloliente cuando la actitud de las fuerzas políticas oscila entre la infamia más descarada de los tradicionales herederos de su concepto de España y la limitación e insuficiencia de otros sectores, entre los que se hallan los propios gobernantes legítimos. Uno no sabe si temer más a los violentos de hoy -al fin y al cabo una minoría- o a esos procaces demagogos que sólamente han incendiado con palabras vanas y un sentido vengativo y revanchista su labor de oposición durante estos dos años y medio últimos. Uno no quisiera creer en que la historia se repite -¿será verdad que las aguas del río heraclitiano nunca pasan dos veces?-, pero a veces se tiene la sensación de que las sombras del pasado pesan más que la luz y que ese pasado terrible de la piel de toro tiene una larga mano de incomprensión, desentendimiento e intolerancia que estaría siempre presta a agitarse. No, uno no quiere creer eso. En definitiva, que si la bronca política se traslada a la confrontación social abierta, las razones no habrá que buscarlas sólo en la violencia de los irredentos sino sobre todo en la actitud negativa e insolidaria de los herederos del antiguo régimen que ni quieren ni saben modernizarse conforme a las leyes naturales de una democracia.
No he traído por traer la pintura del polaco Konstanty Brandel a la cabecera de esta pequeña queja personal. Me resulta francamente repugnante. Puede parecer una pelea de chicos, si no fuera por la corpulencia, la madurez de los cuerpos, la violencia que ejercitan unos sobre otros y, sobre todo, la desnudez. Es esta desnudez la que los descalifica. Quien llega a las manos es porque habita desnudo de la razón, del conocimiento, de la tolerancia, de la fraternidad. Quiero creer que la bronca política -con su trasfondo negro- es más pelea de gallos que de humanos desentendidos. Y recurro a la poesía del gran Salvador Espriu, y de su obra La pell de brau (La piel de toro) para exorcizar los demonios familiares.
A veces es necesario y forzoso
que un hombre muera por un pueblo,
pero nunca ha de morir todo un pueblo
por un hombre solo:
recuerda siempre esto, Sepharad.
Haz que sean seguros los puentes del diálogo
e intenta comprender y amar
las razones y las hablas diversas de sus hijos.
Que poco a poco caiga la lluvia en los sembrados
y el aire pase como una mano tendida,
suave y muy benigna sobre los anchos campos.
Que viva Sepharad eternamente
en el orden y en la paz, en el trabajo,
en la difícil y merecida
libertad.
Creo que la metáfora es suficiente limpia y clara.
Tampoco conviene desasosegarse demasiado, amigo Fackel. La confusión, el lío, la sensación de extravío, el desbordamiento o el control insuficiente de las situaciones se dan todos los días y en todos los casos. Es parte del funcionamiento y de la dinámica de las sociedades, reflejo a su vez de la propia naturaleza. Y no conviene porque a veces da lugar a que los efectos secundarios se conviertan en centrales, o dicho de otro modo, que ciertos árboles puedan ocultar la dimensión del bosque y los pasillos por donde transitar. Lo que sí que comparto contigo es el grado de maldad, digamos, y desafección que se da entre algún sector político (otra cosa es saber si todos los sectores ponen el suficiente esfuerzo y claridad mental y solidaria para afronatr y resolver las cuestiones de convivencia) que creyendo que poniéndose obtuso y tozudo, con tal de minar al contendiente, está relegando las ideas a segundo plano. ¿O es que acaso son ideas son tan limitadas que no da más de sí y busca la trifulca de patio de vecindad? En fin que mejor tomárselo con calma, porque como decía Sánchez Ferlosio, vendrán tiempos más duros que nos volverán más ciegos, o algo así.
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