miércoles, 15 de noviembre de 2006

La salvación de Wang-Fô

¿Cómo nos salvaremos? Para saberlo, viene bien leer el cuento de Marguerite Yourcenar. Porque Wang-Fô, el pintor chino, del que se decía que nadie como él pintaba tan bien las montañas saliendo de la niebla, por ejemplo, o las olas del océano, no era un pintor del estricto bucolismo o de la naturaleza inocente. O si lo era, no podía imaginar las repercusiones que sus obras podían tener. Y cuando las pinturas de un genio como Wang-Fô, que eran tan vivas al menos como la realidad misma, representaban a un caballo, éste tenía que ser dibujado sujeto de las riendas porque si no podía escapar al galope del cuadro.

Y sin embargo, este pintor humilde y sencillo, del que el cuento narra que hubiera podido ser rico, pero le gustaba más regalar que vender, y que distribuía sus pinturas entre las personas que las apreciaban en su justo valor, o bien las trocaba por un tazón de comida, este bueno de Wang-Fô también se encontró con la desgracia a instancias, en este caso, nada menos que del Emperador de Han, la antigua China.

No es fácil sospechar que una obra bella, bien hecha y llena de elementos poéticos, pueda ser causa de insatisfacción e infelicidad. Y sin embargo, sucede. ¿Cuándo? Cuando la obra misma lleva a suplantar la idea que se tiene de la realidad en la mente del contemplador. El joven emperador chino había sido educado en un palacio cerrado a la realidad exterior. Y el palacio, decorado con las pinturas mágicas de Wang-Fô, habían transmitido al joven una percepción de lo real tan sublime y perfecta que el joven alevín de emperador tomó como la única realidad. Sin embargo, cuando al fin, ya adulto en ciernes, pudo salir más allá de los muros del palacio se llevó la decepción más absoluta. Y lo describe así:


A los dieciséis años vi abrir las puertas que me separaban del mundo: subí a la terraza del palacio para mirar las nubes, pero eran menos bellas que las de tus crepúsculos. Mandé que me trajeran una litera: sacudido por unos caminos cuyo barro y piedras no había yo previsto, recorrí las provincias del Imperio sin encontrar tus jardines llenos de mujeres semejantes a las flores, ni tus bosques repletos de antílopes y pájaros. Los guijarros de las orillas me hicieron aborrecer los océanos; la fealdad de los pueblos me impide ver la belleza de los arrozales y la risa soez de los soldados me da náuseas. Y este argumento fue la maldición para el viejo pintor. Y la condena.

Sin embargo, siempre hay un precio por la vida. Como hay un reconocimiento por la creación. Una antigua obra inacabada que el Emperador desea que sea terminada, le va a permitir a Wang-Fô la salvación. ¿Cómo? No lo digo. Hay una apuesta mágica del cuento que transmite que lo más importante es nada menos que la inmersión en la obra genial, la que se distancia de la falsedad y valora la obra bien hecha, la que está impregnada del sentido de la belleza y la libera del valor del mercado.

Sin ser un típico cuento expresamente moral está absolutamente preñado de ética, como es costumbre en toda la filosofía oriental. Y Marguerite Yourcenar ha sabido pintarlo con todo su encanto. Yo, al menos, llevo dos días releyéndolo, y tratando de encontrar el resto de sus Cuentos Orientales.

(El dibujo de Wang-Fô y el Emperador de Han es de Georges Lemoine, de la edición en Editorial Gadir de Cómo se salvó Wang-Fô; en la foto de abajo, Marguerite Yourcenar y su sonrisa dulce)





3 comentarios:

  1. Fackel, el pintor Wang-Fo y su asistente Ling se salvaron ante todo por la imaginación, ¿no? Pero la imaginación ¿es realmente la salvación o una huída tan sólo? De cualquier modo, siempre es una salida al menos. Es cun cuento preciosísimo que le hace mucho, pero que me incitas a retomarlo, y con el resto de los cuentos de la Yourcenar para recomendar.

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  2. Es que no es la perfección o belleza de la obra de arte en sí la que nos aporta felicidad, sino cómo la percibimos, qué significado tiene para nosotros y qué elemento necesario para satisfacernos posee. La visión de las obras de arte siempre es desigual según los espectadores. El reconocimiento objetivo de sus valores creativos es una cosa, pero cómo nos llega es otra. Ni siquiera una obra de arte se libra de la discrepancia y la visión crítica. Ni tampoco escapa al comercio y al trueque. La pureza de su espíritu no suele trasladarse luego a la mixtificación del mercado. Pienso. Saludos.

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  3. Coincido contigo, Zeleste, en que imaginar es al menos salir (de un bloqueo, de una saturación, de un embrollo, de una dificulatad...)El arte siempre es un reflejo (no sólo el reflejo) de la vida. Y ésta siempre procura aliviarse a través de la creación.

    Respecto a la belleza artística, Pardo, estamos en el viejo asunto sobre la belleza objetiva y sobre la particular e íntima. Más allá de los reconocimientos, formulaciones y argumentos objetivos sobre el sentido de una Obra, está lo de cómo nos llega, cómo nos ilumina, cómo nos atraviesa ésta. Y eso es, ya se sabe, una relación (a trois, eso sí, siempre a trois) entre la obra, su mediatizador y uno mismo. Por eso mi experiencia vital al respecto es estar siempre, y cada vez más, muy abierto a (casi) todo lo que se ha hecho.

    Saludos de domingo a ambos.

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